¿Está basada esta historia en un hecho real concreto o es una ficción inspirada en la terrible tragedia de los refugiados yazidíes?
Digamos que la novela es una conjunción de ambas. Todo empezó de la forma más trivial, cuando un día navegaba por internet y me topé con la foto de una adolescente de 14 años, llamada Runak Bapir Gherib. Se trataba de una joven yazidí que huía por un corredor seguro recién abierto por fuerzas kurdas, en pleno sol de agosto en Iraq, porque uno de los grupos terroristas más despiadados de los últimos tiempos había perpetuado una masacre contra la comunidad yazidí en Sinjar, al norte del país. La foto, que fue tomada en agosto de 2014 por un prestigioso fotoperiodista de la agencia Metrography, Zmnako Ismael, tenía una carga emocional impresionante: los ojos de la chica rebosaban agotamiento y tristeza. Veías los 40 ºC, la pérdida y el miedo en ellos. En un plano más lejano de la imagen caminaban su madre y su hermana.
En ese momento, Runak cargaba con un fusil de asalto en la espalda. Cuando le preguntaron por qué lo llevaba, respondió que su padre ya no estaba con ellas y que, por ser la hija mayor, creía que debía defender a su familia durante el camino de huída. Como puedes imaginar, me tomé la declaración de la chica, que podía ser perfectamente una alumna mía de 2ESO, como una bofetada a mano abierta.
Investigué. Descubrí que Runak y su familia lograron llegar a un campo de desplazados sanas y salvas… Y ahí le perdí la pista. Mi novela, pues, pretende imaginar qué pasó después de esa llegada al campo de desplazados en Duhok, Iraq, cómo alguien tan joven es capaz de adaptarse a una vida en pausa indefinida y, de paso, quería dar voz a un colectivo minoritario del que apenas se supo nada hasta que Nadia Murad recibió el Premio Nobel de la Paz en 2018.
¿Cómo ha sido el proceso de investigación documental para esta novela?
Duro y complejo. Leí decenas de artículos de prensa de distintos medios internacionales, vi documentales al respecto. También tuve la oportunidad de contactar con ONGs que estaban (y siguen en ello a día de hoy) trabajando en el terreno: Yazda y Free Yezidi Foundation. De esta última entrevisté personalmente a su joven presidenta, Pari Ibrahim, de veintitantos, y a su hermana Zazi. En principio iba a ser una entrevista por videollamada, pero tuve la gran suerte de que ambas viajaban a Madrid para dar una conferencia en la Universidad Complutense, así que no me lo pensé, compré un billete desde Barcelona y hablé con ellas en persona en una cafetería cerca de la Plaza del Sol. En mi novela hago mención a un centro para niños en el campo donde está Runak. Esta mención está inspirada en los centros que Pari consiguió abrir en el campo de desplazados que lleva gestionando desde 2015. En ellos, el objetivo primordial se centra en aliviar los efectos del estrés postraumático en la infancia, a la vez que se les empodera con actividades artísticas, informática y aprendizaje de la lengua inglesa. Creo que es acertadísimo el concepto de que la educación es la llave de la puerta de la libertad.
Por otro lado, entablé interesantes conversaciones por WhatsApp con Elías Qirani. En 2016, cuando estaba de lleno en el proceso de documentación de la novela, un miembro de Rojava Azadi de Madrid, quien unos años atrás también había viajado a Kurdistán para realizar labores humanitarias en campos de desplazados, tuvo la generosidad de pasarme su contacto. Por aquel entonces, Elías era un refugiado en Siria. Tenía, igual que Pari o Zazi, veintitantos. Lo había perdido todo y vivía en una tienda de campaña que parecía una especie de invernadero. Terrible. Afortunadamente, Elías ha conseguido regresar a Sinjar, ha participado en la reconstrucción de la ciudad, y a día de hoy es periodista de la cadena Yazidi News. Quise rendirle un pequeño homenaje poniendo su nombre al personaje del hermano pequeño de Runak.
En un momento de Lápices de colores en la ciudad de plástico Amira reflexiona sobre la situación de su pueblo, los yazidíes, y la inacción de la comunidad internacional, ya que no tienen «nada lo suficientemente atractivo». Terrible realidad. ¿Crees que no somos realmente conscientes de esta y otras tragedias humanitarias que se han dado y se dan en el mundo?
Es una pregunta complicada de responder. Por un lado, creo que el dinero lo mueve todo, y que, dicho por los propios yazidíes, no hay mucho interés por parte de nadie para proteger a una comunidad que se mantiene con una economía de subsistencia, sin grandes pretensiones de expansión comercial. Sin embargo, por otro, me gustaría citar un comentario de un profesor, compañero mío, a quien le tengo mucho aprecio: “Es desbordante. No puedo ayudar a todo el mundo”. Y lleva razón. Por desgracia, hay tantísimas crisis humanitarias, sean por fenómenos naturales o por conflictos armados, que no creo que sea fácil dedicar más recursos a un lado del mundo que a otro. Al menos, yo no me atrevo a valorarlo.
¿Qué opina de la actitud de determinadas corrientes ideológicas respecto al tema de los refugiados?
Me limitaré a decir que solo espero que nunca se tengan que encontrar en una situación parecida. Nadie quiere irse de su casa a la fuerza.
Un ejemplo perfecto es la historia sobre los «triunfadores» que cuentas en la novela. ¿Nos puedes hablar un poco al respecto?
Pues no se trata de nada nuevo: es el dolor del emigrante, que se ha ido perpetuando desde hace muchos años. Cuando sufres en tu tierra, escuchas maravillas de otros lares, de otras supuestas tierras prometidas. Pero el desengaño, una vez llegas a ese lugar, es bastante repentino y doloroso. “Triunfadores” es el apodo que los yazidíes de mi novela que no tienen opción de salir del campo atribuyen a aquellos que sí lo hacen. Mientras no se sabe de ellos, la esperanza y las ganas de un futuro mejor alimentan la leyenda del sueño del emigrante… Hasta que dichos “triunfadores” se ven obligados a regresar de la “bella” Europa para contarles lo que han visto: un sitio diferente con problemas diferentes que apenas puede (o, según el caso, quiere) absorber a gente en situación de mayor vulnerabilidad que la nativa de la zona.
«Me gusta darme cuenta de que el mundo puede tener el color de especias si a mí me da la gana». Brillante. ¿Crees que incluso en circunstancias tan terribles como estas los humanos podemos sacar a relucir la esperanza?
Supongo que tendría que encontrarme en esa situación para responder correctamente esta pregunta pero, sí, creo que un ser humano con una salud mental relativamente buena o fuerte puede sacar fuerzas de flaqueza de la adversidad más espeluznante. Solo hay que indagar un poco en la experiencia de la Premio Nobel, Nadia Murad, para justificar lo que estoy diciendo: secuestrada, agredida e insultada de todas las maneras posibles por los terroristas… y hoy es una persona capaz de dar voz a su pueblo en las Naciones Unidas.
A otro nivel muy distinto, y sin pretender entrar en comparaciones, creo que con la crisis del COVID19 nos estamos demostrando que, en general, se puede plantar cara a cualquier situación de incertidumbre o desdicha. No sé… puede que sea muy optimista y espero no tener que comerme mis palabras más adelante pero, sí, confío mucho en la fortaleza de las personas.
El papel de las mujeres yazidíes secuestradas por el DAESH es especialmente terrible. Aunque consigan ser liberadas, pueden sufrir las represalias por parte de sus maridos o sus padres si han sido violadas por su captores. Una vez más, las mujeres se llevan la peor parte, ¿no crees?
Sí, es agotador. Desde la antigüedad, el ataque a las mujeres del bando enemigo ha sido una estrategia aberrante de control y dominio en una guerra. Se supone que el derecho internacional humanitario puso límites a eso tras la Segunda Guerra Mundial; es decir, incluso en situaciones de conflictos armados, hay límites que nunca se deberían traspasar, pero es evidente, por todo el caos que arde en tantas zonas del planeta, que eso no se está respetando en absoluto.
Dicho esto, me gustaría matizar que, aparte de las mujeres, el colectivo de los menores de edad también está siendo muy maltratado. Secuestrar a niños para lavarles el cerebro a base de palizas, sustancias ilegales, visionado de ejecuciones… y eventualmente convertirlos en miembros de sus filas es, como mínimo, inhumano.
¿Cómo recomendarías Lápices de colores en la ciudad de plástico a sus potenciales lectores?
Creo que esta novela puede interesar a cualquier persona con un mínimo de empatía por las personas que están en situación de vulnerabilidad. Es una historia que, a pesar de estar principalmente narrada por el punto de vista una adolescente, puede aportar algo tanto a jóvenes como adultos: la belleza y la ternura de ser capaz de superar los contratiempos más insospechados, el valor de la familia y de la amistad, la gran labor que es la educación en nuestro mundo. Por último, pero no por ello menos importante, es una oportunidad para conocer la realidad de una cultura milenaria, humilde y minoritaria, que lleva décadas sobreviviendo a diversos genocidios. Esta gente necesita que se les escuche, y he decidido contribuir al respecto con mi historia.
¿Te atreverías con otro género literario?
Me encanta desarrollar vidas, emociones y realidades con todo lujo de detalles. No creo que me sintiera cómoda en otro género. Bueno, me encantaría escribir guiones de cine, pero debería formarme para ello antes de zambullirme en esa piscina.
¿Algún proyecto en ciernes?
Meses antes de la crisis del COVID19 empecé a esbozar el esqueleto de una novela distópica, casualmente. Está ambientada en mi entorno más inmediato y en nuestro tiempo, aunque el detonante del conflicto que permite desarrollar el argumento no es una epidemia. No puedo revelar nada más. Solo que, nuevamente, la voz narrativa recae en una joven adolescente. Será defecto profesional, porque trabajo rodeada de chavales, pero me encanta leer y escuchar cómo viven y perciben la realidad. Tienen una mirada original, fresca y crítica, con sus luces y sus sombras.
¿Cuáles son tus principales influencias literarias, filosóficas y artísticas?
Me resulta imposible mirar mi estilo desde fuera e identificar qué me está influenciando. Eso sí, te puedo decir qué autores me han ido marcando a lo largo del tiempo: Charles Dickens, Elizabeth Gaskell, Fedor Dostoievski, Emile Zola, Narcís Oller, Mercè Rodoreda, Santiago Rusiñol, Marià Vayreda, Miguel de Unamuno, Pío Baroja, J. D. Salinger, George Orwell, Anthony Burgess, Eduardo Mendoza, Manuel Rivas, George R. R. Martin, Khaled Housseini, Azar Nafisi y Svetlana Aleksievich. En cine, sin duda siempre aprendo algo nuevo viendo a Kubrick o Amenábar, aunque se trate de una película que ya haya visto anteriormente. Y, en música, suelo escribir con varios géneros acompañándome de fondo, dependiendo de lo que la historia me exija en cada momento: rock clásico, metal sinfónico, grunge, jazz, música clásica, folk o pop-rock alternativo.
¿Quién es?
Silvia Fernández Serrano nace en Cercs (Barcelona) el 11 de enero de 1983. Apasionada de las letras desde niña, se licencia en Filología inglesa en 2006 en la Universitat de Barcelona. Actualmente, es profesora en un centro de secundaria, siendo su convivencia diaria con adolescentes una importante fuente de inspiración para sus historias, todas ellas protagonizadas por jóvenes que intentan encontrar su sitio en entornos hostiles.
Sus primeras novelas, La Veu del Pedrenyal (Ed. Sunya, 2014) y Xera i Sutge (Ed. Voliana, 2017) fueron escritas en catalán. Lápices de Colores en la Ciudad de Plástico es su tercer trabajo y el primero en castellano. En él, se desarrollan unos hechos verosímiles, que no estrictamente reales, muy representativos de la crisis mundial que gira en torno a los refugiados. La experiencia de su último relato la ha impulsado a estudiar un máster en Acción Humanitaria y Cooperación Internacional al Desarrollo a través de la UOC /Cruz Roja.
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