Con los libros pasa como con el vino. Un lector entrenado —y solo es posible entrenarse leyendo, leyendo y leyendo— detecta en pocas páginas cuando una obra brilla, al igual que sucede con un adiestrado catador de vinos cuando se enfrenta a un buen caldo. Pero también sucede algo curioso. Muchos, como le pasa por ejemplo a quien escribe estas líneas, no tenemos un paladar educado ni sabemos detectar las sutilezas, pero, cuando catamos un buen vino, sabemos que lo es. No me pregunten por qué.
Lo mismo pasa con un buen libro. Se nota. Se siente. Se disfruta. Es una especie magia, una conexión extraña que emana de las páginas del libro y que une inexorablemente al lector, entrenado o no, con la historia que se está contando, que se está viviendo, que se está leyendo.
No exagero si digo que esto sucede con No temeré mal alguno, la extraordinaria novela del autor costarricense Abraham Stern Feterman, recientemente publicada por la editorial Círculo Rojo. Sería muy largo explicar los motivos, y me vería obligado, inexorablemente, a hacer spoilers para que se me entendiese bien. Pero creo que con unas cuantas pinceladas se podrá entender.
En primer lugar, hay que destacar que No temeré mal alguno, aunque está construida siguiendo el arquetípico patrón de las novelas (planteamiento, nudo y desenlace), juega con la estructura a su manera. Esto puede parecer baladí, pero es un factor que hace que su lectura sea mucho más enriquecedora. Ya lo dijo el maestro Julio Cortazar: «Una novela no me dará jamás la idea de una esfera; me puede dar la idea de un poliedro, de una enorme estructura». Hay que reconocer a la ágil pluma de Abraham Stern como va alternando las historias paralelas que componen esta historia, jugando con el espacio y los tiempos, con la firme pero contundente idea de ir construyendo poco a poco, de forma dosificada, las tramas, las motivaciones y los perfiles psicológicos de los personajes.
Por supuesto, también hay que destacar las brillantes descripciones de los lugares en los que se desarrolla la trama: los escenarios donde tiene lugar la complicada historia primera de nuestra protagonista principal, Madelaine Thomas, una gigantesca plantación de algodón ubicada en las riberas del río Misisipi; la perturbadora Nueva Orleans, donde se desarrollan los crímenes que vertebran este trama; o la sala del tribunal en la que se celebra el juicio al supuesto culpable de dichos crímenes. Esto puede parecer fácil, pero todo aquel que se dedica a las letras sabe lo complicado que es conseguir que el lector sienta de verdad que está donde el escritor quiere que esté. Y solo es posible si las descripciones de los contextos están bien construidas y son detalladas.
Los personajes, como no podía ser menos, están construidos de forma prodigiosa. Y, lo que es más importante, van evolucionado y complejizándose conforme las tramas van avanzando. De nuevo, Stern consigue algo que resulta aún más sorprendente. No temeré mal alguno es la clásica novela de personajes, y, siguiendo los cánones del género, están llenos de claroscuros, conflictos interiores y complejidades.
Y el suspense. Los lectores no nos damos cuenta siempre. Pero es tremendamente difícil para un escritor enganchar al lector. Para eso existen trucos. El simpar cineasta inglés Alfred Hitchcock se inventó un palabro con el que hacía referencia a los pretextos o excusas narrativas, casi siempre sin especial relevancia, sobre las que se construye un relato y se fabrica el suspense necesario para atrapar al espectador. McGuffin. Lo podría explicar yo, pero Hitchcock ya lo hizo en el famoso libro-entrevista El cine según Hitchcock, escrito por el también cineasta François Truffaut:
«La palabra procede de esta historia: Van dos hombres en un tren y uno de ellos le dice al otro “¿Qué es ese paquete que hay en el maletero que tiene sobre su cabeza?”. El otro contesta: “Ah, eso es un McGuffin”. El primero insiste: “¿Qué es un McGuffin?”, y su compañero de viaje le responde: “Un McGuffin es un aparato para cazar leones en Escocia”. “Pero si en Escocia no hay leones”, le espeta el primer hombre. “Entonces eso de ahí no es un McGuffin”, le responde el otro».
Pues bien, No temeré mal alguno contiene numerosos McGuffins, aunque, sin duda, el más importante es la resolución del caso principal, que nos permitirá averiguar si el acusado y único sospechoso es o no el asesino.
Por último, y a modo de postdata, me parece importante reseñar un par de reflexiones que propicia esta genial obra de Abraham Stern: por un lado, el papel de los medios de comunicación en el opaco mundo de la criminología, es decir, el lado oscuro del periodismo, cómo son capaces de manipular las cosas para conseguir más publicidad y audiencia, hasta el punto, incluso, de inmiscuirse en los procesos judiciales. Por otro lado, como suele suceder con las ficciones que giran en torno a estos procesos, la novela permite reflexionar sobre lo difícil que resultar juzgar y sobre algo que también trató Hitchcock en muchos de sus films: el arquetipo del falso culpable —lo hizo en algunas de sus mejores obras, como Con la muerte en los talones (1959), Atrapa a un ladrón (1955), o la propia Falso Culpable (1956)—. El genio inglés sabía que pocos recursos pueden enganchar más a un espectador, o a un lector, que la terrible frustración que vive una persona acusada o condenada por un crimen que no ha cometido. Nos puede pasar a cualquiera de nosotros, de ahí lo fácil que nos resulta empatizar con un falso culpable. Abraham Stern utiliza exactamente el mismo recurso para atrapar al lector y conseguir que devore las páginas de su libro para comprobar si, en efecto, el protagonista ha sido condenado de manera injusta.
En resumidas cuentas, una novela extraordinaria que hará las delicias de los aficionados a las buenas tramas, al género del suspense y a las historias con personajes complejos y nada maniqueos. Una pequeña joya… con un fascinante giro final
«El Señor solo nos manda aquello que podemos soportar».