Brutal. Este libro es brutal. Y, como todas las grandes obras de la literatura que han surgido en estos tiempos de la postverdad, no es para todos los públicos; ni falta que hace. Sí, esto puede sonar pedante. No quiero decir que sea una obra para una determinada élite intelectual, sino todo lo contrario. Es una obra para los que conocen la vida, la vida de verdad, la de ahí fuera, no para adictos a Coelho, instagramers
aspirantes a poetas o adictos a los likes de todo a cien. Puñetazos, la sensacional antología de relatos perpetrada por Óscar Magadán, recientemente publicada por la editorial Círculo Rojo, es una obra difícil, compleja, poliédrica —siempre que puedo utilizo este adjetivo—, contundente, ácida, cínica, tremenda y provocadora. Una oda a la violencia verbal y existencial digna del mejor Tarantino —que ya es decir— o del grandísimo Chuck Palahniuk, maestro del nihilismo postmoderno. Una obra tan perturbadora como delirante, tan reflexiva como anarquista, tan irracional como visceral, tan prosa como poesía.
Por sus páginas deambulan fantasmas de científicos que sucumbieron al encontrar la verdad, profesionales de la apatía a los que les crecen raíces —La cita, brutal alegato sobre la soledad adictiva y autocomplaciente—; un Supermán superdeprimido ante alguna cagada, gente sin cabeza, el gato Saturnino —ojo a este relato, Reality Show— y un Adán caníbal; ingenios humanos peregrinos que recorren el cosmos, botones de ascensor recompensados por la numerología, yuppies economistas que terminan engulléndose a sí mismos —Bostezo de riesgo, el relato que abre el libro, una perturbadora sátira sobre el mundo de las finanzas—, nadies que se hacen amigos de la taciturna, huesuda y dicharachera muerte —sensacional este relato, Compañía paranormal—; monjas enamoradas de budistas, hombres que se masturban pensando en sus mujeres; una pareja destructiva que se despide de la vida con una combustión espontánea, para adentrarse en un forteano más allá —posiblemente, el mejor relato de esta colección, el extraordinario Deshumanizados—; desmembradores de pollos aficionados a la música clásica con complejo de Edipo y afición por las duchas —sensacional homenaje a la Psicosis de Hitchcock—, el electricista del espacio, Dios, con su desestructurada infancia, convertido en medusa; Claudia, la ciruela inmortal que nos terminará enterrando a todos, y un águila real que nos informa, tras tomar la cumbre, de que allí no encontraremos nada extraordinario…
En cierta ocasión, Paul Auster, otro de los maestros más influyentes e interesantes de las letras contemporáneas, dijo: «Los escritores somos seres heridos. Por eso creamos otra realidad». O quizás lo escribió. Sí, seguramente lo escribió. No sé con qué intención lo hizo, pero siempre me ha gustado pensar que era el reflejo de una profunda actividad introspectiva. «Escribo porque tengo que hacerlo, porque solo así se cura la herida»… O quizás quería decir que escribía porque no tenía más remedio, porque es lo único que podía hacer para soportar su realidad: crear otra realidad.
En cualquier caso, tras leer, y releer, Puñetazos, la sensacional antología de relatos perpetrada por Óscar Magadán, me he acordado de esto que escribió —o dijo—, el bueno de Auster, porque creo que Magadán, al igual que el de New Jersey, escribe porque no puede evitarlo, porque es lo que mejor sabe hacer. O no.
Podría hablarles de lo formal, poniéndome pedante, y contarles que Magadán cabalga entre géneros con la seguridad de un maestro, que juega con las letras, las situaciones y los personajes y los disuelve en un totum revolutum tan delirante como perfectamente construido; podría destacar la habilísima mezcla de vocabularios y de voces, o la vivida descripción de subtramas y protagonistas, o la capacidad que tiene, gracias a su maravillosa pluma, para producir en el espectador sentimientos que van desde el más absoluto desprecio por lo que lee al enamoramiento y, casi, al síndrome de Stendhal; podría gritar a los cuatro vientos que este autor, tan loco como brillante, ha hecho suya
aquella máxima que Chuck Palahniuk —sí, vuelvo a él, la cabra tira al monte— excretó en alguno de sus libros: «La inspiración necesita enfermedad, heridas y locura». Podría darle mil argumentos para que lean esta obra, y no les estaría mintiendo, pero ni puedo ni debo. Allá ustedes.
Alguien dijo alguna vez que una buena película es aquella que no quieres que termine cuando se ve por primera vez, y que esperas que termine de otra manera cuando se vuelve a ver. Eso pasa con casi todos los relatos de esta brillante antología. Tienen vida propia. Tantos los relatos como los vivos personajes que por ellos deambulan.
Quieres saber más y en algunos casos hasta da rabia que no sea así, y te acuerdas de la autor y le reprochas, en silencio —o no—, que no se haya extendido un poco más…
Especial mención para la pequeña colección de pequeños relatos que forman la segunda parte del libro, Decesos singulares, y la inquietante saga con la que —casi— termina el libro, El Cisma, en la que el autor fantasea con una hipotética y demencial utopía en la que los hombres y las mujeres viven separados… Sencillamente magistral.
Están tardando en leer este libro.