Comencemos con una cita célebre, que siempre quedan bien en una reseña, o en el envoltorio de un azucarillo, o en un post de Facebook; y que suele darle un tonillo cultureta a las reseñas que mola. «A fin de cuentas, todo es un chiste», dijo Charles Chaplin. Bien, ¿no? Tenía razón el grandísimo cómico inglés. Él supo, como pocos, hacer comedia —que no siempre es lo mismo que humor— a partir de la tragedia. Su personaje, Charlot, era eso, un vagabundo con pinta y modales de aristócrata venido a menos. La quimera del oro o Tiempos modernos son ejemplos perfectos de aquella cita suya, por no hablar de El gran dictador.
Venga, otra, en esta ocasión de alguien muy habitual en este maravilloso mundo de las citas, Winston Churchill: «Un chiste es realmente algo muy serio». También tenía razón. El humor, entendido de una manera muy amplia, es capaz de llegar mucho más lejos que el drama a la hora de afrontar la crítica social o, incluso, a la hora de describir la sociedad. Y no solo la nuestra, sino casi todas. Que se lo digan a los Monty Python.
Sea como fuere, les cuento esto porque viene muy ad hoc para hablar de la novela que pretendo reseñarles, El cazador de tontos, una pequeña gran maravilla escrita con mucha destreza y mucha mala leche por el escritor barcelonés Alberto Villanueva, recientemente publicada en la editorial Círculo Rojo.
Uno de los aspectos que merece la pena destacar de esta novela es el empleo de varias voces narrativas distintas, tres, encarnadas por los protagonistas principales de la trama.
Por un lado, tenemos al asesino, Sergio, un cartero asqueado con su curro y, sobre todo, con la gente. Desde el primer momento sabemos su identidad y conocemos un poco cuáles son los motivos que le llevan a matar. De hecho, la novela comienza con el que sería su cuarto asesinato. Del mismo modo, ya desde el principio nos queda claro que no es una mente criminal al estilo de los grandes psychokillers de la ficción —o de la realidad—. Curiosamente, deja junto a sus víctimas un tomo de una enciclopedia… Por otro lado, tenemos a Jordi, inspector de Policía, presumido, apuesto, amante del jazz electrónico (sic), gay, encargado del caso desde el primer crimen, cuando aún no sabía que se enfrentaba a un asesino en serie; aunque no cuenta con la confianza del comisario, lo consigue porque su favorito, Antoni, está de baja. Tenía que esmerarse. Desde un primer momento, se intrigó por el asunto del dichoso libro de la enciclopedia.
Por último, Nico, un extraño mozalbete, superfan de Apokalyptic Nuke —no sé si existe ese grupo—, y, por extensión, apocalíptico, como se hacían llamar los miembros de la tribu urbana que nació a partir de esta gente. Rollo gótico 2.0, o algo así. «Un apocalíptico siempre debía vestir de negro para estar de luto por la futura muerte del universo». Asqueado con el mundo y la sociedad, hasta que encuentra milagrosamente el amor y… lo pierde.
Y hasta aquí puedo leer. A partir de estas premisas iniciales —los tres primeros capítulos de la obra—, se desarrolla una alocada y compleja trama en la que los tres
personajes/narradores interrelacionan, hasta llegar a un final loquísimo y brutal, y absolutamente inesperado, que dejará patidifuso al lector.
En realidad, se trata de una parodia algo sui generis —entre latinajos y citas de famosos me estoy ganando el cielo de los influencers— de las típicas novelas de
asesinos escurridizos y policías con un sexto sentido. Ni el asesino es una mente privilegiada ni el inspector de policía es Humphrey Bogart.
El asesino, por ejemplo, es torpe hasta límites insospechados. En el primer crimen que aparece en el libro —o intento de crimen—, por ejemplo, se seca el sudor con un paño de cocina, sin importarle lo más mínimo dejar restos de ADN, o se olvida de ponerse el pasamontañas. Y al final, por su incompetencia, la víctima le termina descubriendo y casi consigue librarse. Y eso que era su cuarta víctima. Aunque, pensándolo bien, más que una parodia, que lo es, es una deformación
esperpéntica, a lo Valle-Inclán, de las clásicas historias de policías y asesinos. El esperpento era exactamente eso: una deformación grotesca y sórdida de la realidad, cómica, pero no siempre humorística, y con mucho de absurdo. El objetivo, al menos en el caso del grandísimo e ilustre escritor gallego, una de las lumbreras de la generación del 98, era situar a la realidad frente a un espejo distorsionado que refleja una caricatura, una exageración, pero que, a la vez, permite captar detalles que se escaparían de otro modo. «Los héroes clásicos reflejados en los espejos cóncavos dan el Esperpento. El sentido trágico de la vida española solo puede darse con una estética sistemáticamente deformada», dijo el propio Valle-Inclán.
Por otro lado, les podría hablar, desde una perspectiva puramente formal, de algunos grandes logros de esta brillante novela: la capacidad del autor para describir situaciones y escenarios con un grado de detalle pasmoso, el tono cinematográfico de sus escenas y de la propia estructura, la calidad y complejidad de unos personajes riquísimos, poliédricos y muy muy trabajados; o la destreza con la que construye los diálogos, o la capacidad para crear suspense, pese a que desde el primer momento conocemos al asesino; o la manera tan soberbia con la que da los últimos brochazos a la obra. Les podría hablar de todo esto, y, de hecho, lo he hecho, pero he preferido centrarme en esto del esperpento para reseñar esta novela, tan entretenida y dinámica como grotesca y perturbadora. Y, por supuesto, muy recomendable.
Ya para terminar, una pequeña reflexión: aunque suene políticamente incorrecto —lo es—, muchos —o al menos yo— hemos empatizado en alguna ocasión con los motivos que conducen al protagonista de esta novela a matar. No quiero decir con esto que esté justificado asesinar a alguien por que se quede parado en la parte izquierda de las escaleras del metro impidiéndonos pasar, o, por el contrario, porque el listo de turno trate de malas maneras a alguna persona despistada que haga eso —solo les pongo este ejemplo porque es el del crimen del primer capítulo—. No. Pero, de alguna manera, muchas de estas actitudes sacan nuestra vena más irracional y compulsiva, sí. A mí, particularmente, me sacan de quicio los conductores que circulan a 100 por el carril izquierdo de la autovía, los que lanzan indirectas a sus ex en redes sociales y los que le compran ropitas a sus perros. No los mataría, pero estoy seguro de que existe un infierno particular para ellos —a falta de un buen cartero que…