En 1938, poco antes de que estallase la Segunda Guerra Mundial, Jean-Paul Sartre, uno de los más grandes pensadores del siglo XX, publicó una novela en la que se resumía y se explicaba a la perfección qué era el existencialismo, la corriente filosófica que desarrolló, en connivencia con Albert Camus, Karl Jaspers, Unamuno, Martin Heidegger o la simpar Simone de Beauvoir, su pareja; y tomando como punto de partida la filosofía a martillazos que nos dejó el gran Friedrich Nietzsche y la amargura vital de Kierkegaard.
El existencialismo, aunque suene a verdad de Perogrullo, era una apuesta por la toma de conciencia del individuo de lo que es su realidad más inmediata: su propia existencia. No hay nada más, ni antes, ni después, ni sobre nosotros. Tan solo niebla, y nada más.
Somos libres y, por lo tanto, estamos condenados a ser responsables de lo que somos. No hay más, no hay esencia, a no ser que consideremos que esa esencia es esto, nuestra vida, nuestra herida… Y esa verdad, universal como pocas, sirve para unirnos en la desgracia, en la alegría y, sobre todo, en el estupor ante un mundo que nos atrae tanto como nos aterroriza…
Los dioses nos han abandonado, el Estado nos oprime y las heridas, sociales o privadas, nos hacen ser lo que realmente somos. Seres heridos, dañados, rotos, efímeros… pero, al menos, sabemos lo que somos y podemos compartir con los demás lo único que tenemos: tiempo, miradas, sonrisas, lágrimas, quejidos y quebrantos.
Aquella novela se tituló La náusea y fue todo un éxito de ventas. La narración consistía en un particular viaje al infierno interior —y exterior— de su protagonista, Antoine Roquentin, y se centraba en su particular forma de sentir la existencia: la náusea, la terrible convicción de que somos contingentes e innecesarios, de que podríamos perfectamente no existir y no pasaría nada. Somos nada, finitos, gratuitos, sin sentido. De ahí la náusea, la angustia, la toma de conciencia del sentimiento trágico de la vida, como describió nuestro gran existencialista patrio don Miguel de Unamuno.
Esa idea, el sopor que sufre un individuo consciente de su invisibilidad y absurdez existencial, y a la vez, del terrible e imparable paso del tiempo y de lo efímeras que son las posibles escapatorias ante esta incuestionable realidad; esa idea, repito, es la estructura sobre la que gira este extraordinaria novela que procedo a reseñar, Un final para su final, de Ibai Fernández, publicada recientemente por la editorial Círculo Rojo.
El protagonista es Arturo, un hombre taciturno, bebedor, fumador y con un sentido del humor tan cáustico como maravilloso. Casado con Rosa cuatro décadas atrás, no han sido padres. Y en la soledad de su casa —y qué casa—, ambos se han dejado arrastrar por una vida tan lastimosa como miserable, en la que el sexo, aunque de vez en cuando apetezca, es un imposible, y la convivencia, un bucle constante sin el más mínimo color. Hasta que un buen día, en mitad de un cigarro nocturno, sentado en el borde de la cama, Arturo tose sangre. La muerte llama a la puerta… Y en ese momento, cuando toma conciencia del final, se lanza a una última aventura… por culpa de una fotografía…
Y hasta aquí puedo leer. Como comprenderán, no es cuestión de desvelar en exceso el contenido de esta brillante obra. Si quieren saber más, tendrán que hacerse con un ejemplar. Pero sí me gustaría comentar algunas cosas que especialmente me han llamado la atención.
En primer lugar, hay que destacar la descripción detallada y minuciosa de todas y cada una de las situaciones que rodean la odisea existencial de Arturo y los contextos en los que esta se desarrolla. Ibai Fernández lo hace con la mirada distante que podría asumir un documentalista, pero también un antropólogo o, si me apuran, un filósofo. De este modo, consigue crear una atmósfera inmersiva que hace que desde la primera página, desde el primer párrafo, el lector empatice y viva en sus propias carnes —figuradamente, claro— la náusea vital de Arturo. En definitiva, la ambientación y la contextualización de la trama, de lo más cinematográfica —no en vano, el autor ha hecho sus pinitos en el cine—, es uno de los puntos fuertes de la novela.
Por supuesto, la creación del mundo interior del protagonista de Un final para su final, Arturo, es también memorable. Se trata de un personaje complejo, poliédrico, con un mundo interior vastísimo, con un sarcástico sentido del humor; un tipo que se siente de vuelta de todo, incluso de sí mismo, que se ha abandonado por completo al tedio y ha caído arrastrado a los infiernos subterráneos de una vida anodina y decadente, que no se ha preocupado en demasía por socializar, ni siquiera con su esposa, Rosa —otro personaje trabajadísimo—; que ha despreciado lo único que realmente tenía, el tiempo, lo único que ahora, al final, le hace falta…
Por otro lado, la novela, como ya adelantaba, tiene un tono existencial que haría las delicias de alguno de los grandes autores de esta corriente literaria y filosófica. Además, está repleta de momentos tan conmovedores como terribles. Un ejemplo tomado de las primeras páginas del libro —perdón por el spoiler—: la noche en la que toma conciencia de que el final está próximo, Arturo, cigarrillo en mano, en la oscuridad de una desasosegante madrugada, comienza a quemar con una vela los recuerdos que custodiaba en una cajita. «Uno a uno, los quema todos después de regocijarse momentáneamente en la memoria que evocan». Que desoladora y agria metáfora de la vida. Y es que, al fin y al cabo, somos eso, pasado, recuerdos apilados, ya sea en un caja, en un álbum de fotos o en un perdido y siempre en peligro rincón de nuestra frágil memoria. Momentos que se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia, como dijo Roy Batty, el replicante moribundo de Blade Runner. Estoy seguro de que esta escena les ayudará a comprender el tono reflexivo y existencial al que me refería. Ya me gustaría hablarles de una media docena de momentazos parecidos, pero ya saben…
Así, la novela invita al lector a meditar sobre su propia vida, sobre el paso del tiempo, sobre las asignaturas pendientes, sobre el futuro efímero, sobre la monotonía a la que nos entregamos, sobre la terrible rutina, sobre las siempre difíciles relaciones con los otros, sobre la vida y, como no, sobre la muerte. Puro existencialismo, repito.
Por último, mencionar que Un final para su final cuenta con un diseño de lo más interesante, con unas ilustraciones brillantes, que aportan un valor añadido a la obra que ya de por sí es una excelente ficción que, sin duda, debo recomendar con absoluta rotundidad.
No se la pierdan.