Buenos Aires, años setenta. Un niño de seis años viaja periódicamente en tren, acompañado por su madre, para hacerse atender en el Hospital Argerich. El viaje de ida transcurre de madrugada, cuando todavía es de noche; el regreso sucede a media mañana. Son dos mundos diferentes los que observa el niño durante las travesías y ambos le resultan igualmente fascinantes. Imagina al tren como una especie de gusano narrativo al cual, en cada estación, suben y bajan personas cuyas historias se retoman y dejan en reposo, alternativamente. Advierte un día el niño que él mismo encarna una de las innumerables historias que el tren lleva consigo. Es de este descubrimiento que le nace un deseo precoz: escribir su propio cuento, su librito.
Mientras el deseo se le intensifca en una obsesión de infancia, también le surge un temor. Este miedo no es ni más ni menos que su primera aproximación a la idea de fnitud, pues toda historia im
plica un fnal. Intuye así a la muerte como una metáfora del fnal de toda historia (y viceversa). El niño, de imaginación abundante gracias al desarrollo de un frondoso mundo interior en el que halló refugio a la soledad que los problemas de salud le provocaban, suele jugar con intuitivas nociones de álgebra y geometría. El 32, su número favorito, queda enigmáticamente asociado al temor que subyace al cumplimiento de su deseo de narrador. Desde entonces, el deseo y el temor no lo abandonarán jamás.
En un primer momento, su miedo queda neutralizado ante la imposibilidad material de escribir la historia: le faltan palabras, pues apenas ha comenzado la escuela primaria. Sin embargo, en la vida del niño están presentes los cuadernos –que él adora-, tanto escolares como de juegos –que él mismo inventa-. En ellos, de alguna manera y aún a falta de vocabulario sufciente, ya está escribiendo su librito en un cifrado lúdico.
32 (El Libro que Quería ser Cuaderno) narra la historia de este niño a partir de diferentes episodios de su vida, desde la niñez a la adultez (allí cuando el deseo del libro le resulta impostergable y lo
asume). Un amigo suyo le regala un Moleskine (con la secreta intención de que fnalmente cumpliera el deseo de la escritura), anotador que no lo abandonará jamás: encarna a todos los cuadernos de su vida, convirtiéndose de este modo en la puerta secreta que tanto había anhelado y temido, esa que divide la realidad de la fantasía, el sueño de la vigilia, la vida de la muerte.
Es en ese Moleskine donde, fnalmente, el protagonista ensayará el cumplimiento del viejo deseo
de infancia. Metáfora del tren que lo llevaba al hospital cuando niño, el cuaderno acunará su propio
relato. En esas páginas, el narrador se enfrentará a las adversidades de su propia historia: las deriva
das del padecimiento físico y las que le presenta un mundo que pareciera no haber sido diseñado
para el cumplimiento de su sueño de libertad.