Las carcajadas de los niños pigmeos al escucharnos pronunciar alguna palabras en su lengua, las muecas de incredulidad de las mujeres Koma – vestidas con exiguos taparrabos – al contemplar trucos de magia por primera vez en su vida ; la plácida tarde pasada con unos ingenieros jubilados mientras evocaban con sorna y algo de amargura sus recuerdos de la época colonial , el terror reflejado en los ojos de un niño al ver por primera vez a personas de piel blanca; las pausadas charlas con gente de todas clases , médicos , vendedores ambulantes, cooperantes y jefes de poblado que nos contaron sus historias . El descubrimiento de Manuel Iradier , uno de los pocos exploradores españoles del África negra que anduvo por estos lugares, sufriendo calamidades sin cuento en busca de una quimera . La indignación y la vergüenza sentidas como blanco europeo al conocer como las potencias europeas se repartieron el pastel de África y los terribles sufrimientos de los cameruneses en su largo camino para sacudirse el yugo de una dominación colonial que todavía hoy – por desgracia – sigue existiendo aunque de
forma más sutil y soterrada … Todos estos recuerdos y vivencias forman parte del relato que he escrito sobre un viaje a Camerún ; he procurado narrarlo con la mayor sinceridad; he elogiado la belleza de sus gentes y sus paisajes cuando la he presenciado , que ha sido a menudo , pero sin callar tampoco la fealdad y la injusticia de situaciones o costumbres que a mis ojos siguen existiendo en África. Todo ello en un intento desesperado por escapar de los anestesiantes efectos de una globalización que para bien o para mal amenaza con uniformar al planeta hasta el punto de aniquilar una de las más arraigadas y emocionantes inquietudes del ser humano, la pasión por explorar .