Los demás quedan en nosotros, en nuestro imaginario, por un hecho más que por una vida. Son un momento nuestro. No importa su origen, de dónde vengan o si han sido rescatados del lugar donde habita el olvido. Aquí están testigos de ese tiempo pasado que se alimenta de sí mismo con una avaricia difícil de entender. Es el Saturno goyesco que devora a todos sus hijos y a todos sus libros. Es serio y no nos engaña. Nos da una parte a cada uno y dura lo que dura. Podemos hacer de ella una risa, un grito, un cuento, un relato, una novela. Al final, si nos preguntan, diremos que fue un suspiro, un soplo, un momento… que muchos no cambiaríamos por nada. Escribo de sus vidas, que tienen todo de ellas y algo de mí. Son almas atemorizadas detenidas en una diástole demasiado larga que se deshacen en el misterio de una dificultad, y alguna dice «adiós» nada más comenzar a vivir. Hay que hacer todo lo que deseamos en ese espacio de tiempo: amar, trabajar, disfrutar, sufrir, dormir, soñar o, como dice Martí, escribir un libro, plantar un árbol y tener un hijo. No hay tiempo para más.
A mis hijos
José y Fernando