El campesinado gallego ha sido el protagonista innegable de la realidad gallega hasta finales del siglo XX y ha conformado, junto con los propietarios de las tierras que históricamente se identificaron con los monacatos, la idiosincrasia y parte del carácter diferenciado de esta tierra. Este elemento particular de Galicia ha tenido su reflejo jurídico en una institución de clara progenie romana y evidente parentesco con otras peninsulares pero con rasgos muy específicos de la personalidad gallega, el foro. El foro desempeñó un papel fundamental en la valorización de las tierras y favoreció la elevación de la riqueza total del país gallego durante buena parte de la Edad Media. Cierto es que presentó importantes inconvenientes, más al final que al principio, y cierto que sirvió, en no pocas ocasiones, de elemento controlador y esclavizador de la masa campesina gallega que se vio constreñida durante siglos a un trozo de terreno rústico, pero ello se verificó, más que nada, a partir del siglo diecisiete, por la generalización de una clase social –la fidalguía- que, convirtiéndose en simples intermediarios entre el labrador y el dueño -entre forista y forero-, se llevaron buena parte del excedente agrario, siendo simples especuladores que vivían a costa de sobrecargar las espaldas labriegas. Además, y sobre todo, hay que insistir en destacar el carácter de negocio de fomento que tuvo el foro, con la consiguiente creación de riqueza individual, familiar y colectiva desde los albores del siglo trece, donde ya se conservan contratos de esta índole, hasta su decadencia a lo largo del siglo diecinueve y su desaparición real a partir del siglo veinte y oficial a mediados del mismo.