Para saber del pecado, hay que haber sido un pecador; para saber de la salvación, hay que haber sido salvado
Para muchos el origen del pecado y el porqué de su existencia es causa de gran perplejidad. Ven la obra del mal con sus terribles resultados de dolor y desolación y se preguntan cómo puede existir todo eso bajo la soberanía de aquel cuya sabiduría, poder y amor son infinitos. El origen y la razón de su existencia es un misterio imposible de explicar. Sin embargo, se puede comprender suficientemente lo que atañe al origen y a la disposición final del pecado, para hacer enteramente manifiesta la justicia y benevolencia de Dios en su modo de proceder contra todo mal.
Antes de la aparición del pecado había paz y gozo en todo el universo. Todos guardaban perfecta armonía con la voluntad del Creador. El amor a Dios estaba por encima de todo y el amor de unos a otros era imparcial. Cristo el Verbo, el unigénito de Dios, era uno con el Padre eterno, uno en su naturaleza, en carácter y en designios, era el único ser en todo el universo que podía entrar en todos los consejos y designios de Dios.
El pecado es un intruso y no hay razón que pueda explicar su presencia. Es algo misterioso e inexplicable, no hay razón que pueda explicar su presencia; excusarlo equivaldría a defenderlo. Si se pudiera encontrar alguna excusa en su favor o señalar la causa de su existencia, dejaría de ser pecado. La única definición del pecado es la que da la Palabra de Dios: «el pecado es trasgresión a la ley»; es la manifestación exterior de un principio en pugna con la gran ley de amor, que es el fundamento del gobierno divino.