Le apeteció dejarse caer por allí para sentirse una pieza más de la naturaleza.
Podía ser la rama de un árbol, una piedra erosionada por el paso de la vida en su alma muerta; una gota insignificante, imperceptible dentro del océano a sólo tres pies de profundidad; o un arrullo del viento del norte.
Se podría tratar de la línea más ínfima de un rayo del sol, de la nota indescifrable de un golpe de mar, del sordo crecimiento de un brote de hierba, o de la fuerza adherente de una lapa en una roca.
En realidad, era más sencillo.
En realidad, era más complicado.
Porque una rama, una piedra, una gota o un arrullo no pueden ambicionar nada.
Porque un rayo, una nota, un brote o una fuerza no se concentran más que en volumen.
No sufren.
Se trataba pues de un alma incrustada en un cuerpo. De un cuerpo instalado en una persona. De una persona asentada en un lugar.
Y esa persona pensaba.
Y esa persona sufría.
Esa persona gozaba de varios títulos. En primer lugar, el de ser vivo; en segundo, el de ser humano; en tercero, el de hombre; y en cuarto, el de gallego.
Además, poseía un nombre. Se llamaba Alán.