El lector, metido en la historia no dejará de evocar a “Juan Salvador Gaviota” y su ansia de libertad. También recordará la magna obra de Saint-Exupery y las ingenuas reflexiones de un ser extraño a un mundo que no está hecho para él. Porque en “El último vuelo de la vieja halcón” se trata de eso mismo: el diálogo interior de un ser que es, en esencia, extraño al mundo en el que le ha tocado vivir. Ni los niños que disparan a las aves, ni los pescadores que salen al mar, ni la pareja que tanto daño puede hacer, forman parte del mundo interior de un ser cuya sensibilidad está más allá del límite del azul del cielo o del curvo horizonte del extenso mar. Esa misma extrañeza de su ser le lleva a vivir la experiencia de la vejez, la enfermedad y la muerte como retos imposibles, pero como realidades que se imponen y hay que aceptar, de ahí que nos diga la vieja halcón de ojos azules: “—La muerte— se dice —es mejor afrontarla estando enferma y vieja. Ambas cosas, la vejez y la enfermedad, son un fracaso como la propia muerte”. Pero ese fracaso no lo es de la propia existencia, sino de la no correspondencia que existe entre el ser íntimo del autor y el mundo que ha vivido: el mundo de la propia experiencia corporal en la enfermedad, el mundo de la finitud en la vejez, el mundo de los límites impuestos en la muerte.