El niño ecuatoguineano nace, crece y se desarrolla en un mundo de misterios y miedos. Desde pequeño vive y escucha historias familiares de brujería, maldiciones, tabúes, prohibiciones, etc. Nadie le explica el por qué de tantos misterios; ya que el niño y la mujer no tienen voz en la familia africana. El miedo al más allá y al más acá que le acompañará toda su vida empieza en el seno de su propia familia.
Según va creciendo y tomando consciencia de su realidad, se multiplican sus interrogantes. Tiene la impresión de que todo lo importante ha ocurrido o viene de fuera. Casi todo lo que utiliza y le impresiona: vestidos, bolígrafos, cuadernos, libros, juguetes, coches, etc, viene de otros países, sobre todo de Europa. ¿Cómo no va a sentir cierto complejo ante las personas y los países que producen lo que tiene o desea? ¿Cómo no va a soñar con salir algún día de su país y viajar a aquellos “paraísos”?
Llega un momento de su vida adulta en que empieza a preguntarse: ¿Quién soy? ¿Cuál es mi verdadera identidad? ¿Por qué no tengo derechos en mi propia tierra? En Guinea Ecuatorial no está maldita intento encontrar algunas respuestas a estas preguntas.
Muchos paisanos se han convencido de que nuestro país no superará jamás su inestabilidad generalizada. Es como si esta tierra estuviera maldita y condenada a ser siempre un proyecto inconcluso.
Lo que nos pasa no es fruto del azar, ni de una maldición; es el resultado de muchos factores y de las decisiones, ambiciones y acciones de los hombres, occidentales y autóctonos.
Hoy luchan dos Guineas en lo político, social, económico, cultural y religioso: una, anticuada y cansada, que se resiste a morir; y otra, moderna y llena de vitalidad, que está naciendo en medio de muchas dificultades, barreras y obstáculos.