Esta novela, de la que ahora se publica su primera parte -sin estar aún convencido de que llegue a escribir la segunda- es, a la vez que una obligación contraída con mi mujer, producto de la fascinación que me produjo -a un natural del Sur-, verse sumergido en un mundo de costumbres y tradiciones distintas que, por imperativo del parentesco que conlleva el matrimonio, terminé haciendo mías. La vuelta al “paraíso perdido” que entraña el recuerdo de la infancia y primera juventud, es el hilo conductor de la historia, en esa búsqueda siempre inquietante de los orígenes. Pero yo sólo soy el cálamo que escribe al dictado de su memoria. La inmersión en este relato de penumbras y claroscuros, para quien procede de la luz hiriente del Mediterráneo, supone una dificultad añadida a la ya de por sí complicada de escribir, y tuve que adaptar la pupila a un nuevo enfoque al que no estaba acostumbrado. Y esta es la razón de no estar seguro de acertar con esa “segunda parte”, que, como dijera D. Miguel de Cervantes ante la aparición de esa otra segunda parte apócrifa del Quijote, de Alonso Fernández de Avellaneda: “nunca fueron buenas”.