La responsable de todo este embrollo no es otra que, la dulce y a la vez, endiablada dama pelirroja que aparece retratada en esta portada, Maud Franklin (1857-1941) y en concreto, su fascinante mirada que tras haberse cruzado con la suya, hace apenas un instante, no me cabe la menor duda consiga con su pertinaz embrujo, conquistarle. Le aconsejo, si me permite la osadía, no menosprecie su poderío. Si lo sabré yo, que me ha tenido en casa encerrado, tan feliz volcado día y noche en la reconstrucción de su pasado, desde hace seis años cuando se presentó de sopetón en mi vida.
Y si bien reconozco que pudiera usted pensar que no tiene mucho mérito llegar a apasionar a un pobre diablo como yo, ya le adelanto que sólo soy el penúltimo eslabón de una larga cadena, que no dude transitará después de usted, por un sin fin de lectores cuándo a través de sus ojos muestra a cada uno lo que se esconde y aflora en la pintura de los Grandes Maestros de todos los tiempos, de conseguir levantar el velo que cubre desde sus orígenes, la visión humana, gracias a esa frescura instintiva que conservará intacta desde su niñez, su portentosa mirada creativa.