“Con la belleza infinita de la nieve llegaba también el silencio y la soledad porque su blancura impoluta borraba los caminos, desolaba los sembrados y disimulaba la presencia de las casas, desparramadas por la campiña, formando un paisaje de alabastro tan frío y desapacible como el temblor helado que presagiaba la llegada misma de la tempestad o como la sensación de vacío que emergía de lo que había quedado oculto bajo la nieve. En esas noches en las que el insomnio es un molesto compañero de alcoba o en los fríos amaneceres rescatados del sueño, la nieve era la memoria de lo perdido, el espejo refulgente donde se contemplaba la soledad, la expresión de una implacable fuerza que hacía tabla rasa de todas las cosas. Algo, en fin, que filtraba su cruda luz por las claraboyas, desde el otro lado del sueño, y que, con su belleza sobrecogedora, invitaba a meditar sobre los misterios que oculta la apariencia.”