Los días lejanos son aquellos de la infancia. Es ese tiempo en que descubrimos la vida con ojos curiosos y pecho abierto. Mi infancia ocurrió en Chile, ese país delgado, rebelde y místico, bañado por el Océano Pacífico y acurrucado en la Cordillera de los Andes. Ahí lejos, donde termina el mundo y cae el sol. Corrían los años 40 del siglo pasado, medio mundo se encontraba en guerra, España se sumía en la oscuridad, y Chile a un siglo de su independencia aún procuraba convertirse en nación. Reinaba el hambre y la desesperación. Así crecimos, junto a las abuelas y los gatos, buscando al padre por los bares, masticando hambre y lluvia por las calles de un Santiago pretencioso, aprendiendo a leer la bondad y el peligro en los ojos de la gente – era
importante para sobrevivir – y valorando los instantes de alegría y ternura para luego descubrir el amor.