La vi, la vi de cerca, me obsesioné de lejos, pero lo peor, es que la vi. Siempre entendí que el destino nos uniría, faltaban pocos días para nuestra boda imaginaria, y ni siquiera sabía que existía. Ella era la chica con la que siempre soñé, alguien sin rostro, físicamente perfecta para desaparecer. Está justo delante, pegando sus manos a la pared, interpretando el papel de su vida, un papel de agresión física con toques de drama comercial. Resulta una realidad invisible a la poca distancia que nos separa, estamos sincronizados, notando el calor corporal que emite nuestra atracción . Contrasto mis únicas fuentes de veracidad, el recurso que la claustrofobia imaginaria puede entender. Me decanto primero por la cámara, induciéndome en imágenes de calidad alta con baja luminosidad; Puedo verla, su silueta, es ella misma, joder porque iba a imaginármelo. El pesimismo detonado por unos ojos que no la ven, unos ojos con lesiones físicas, vulgarmente rotos. La lente impacta con una pupila defectuosa, la lucha de géneros por imponer su verdad. Mis pasos la siguen, inclinando la cabeza hacia el monitor, hasta que de repente su silueta difumina. La realidad no es real, adopta una vía subterránea que la convierte en una posible víctima. Faltan pocos segundos para que el metro llegué, las vibraciones aumentan de intensidad, está llegando. Analizando mis últimas posibilidades de salvarla, hasta levantar la cabeza y ver que sigue viva y de espaldas a mí, lejos de la vía. Imaginando, soñando, mientras mi cámara graba sus últimos segundos de vida. Sin entender que mis ojos están rotos, que mis verdaderos ojos están rotos, que mis falsos ojos están rotos. Que su cuerpo está roto.