Los vampiros existen, demostrado está, pero no son los típicos monstruos de piel cetrina, con colmillos acerados y ojos sanguinolentos; cubiertos con capas siniestras y oscuras, y reposando, durante el día, en ataúdes tenebrosos. No, estos vampiros de los que hablo, son personas reales, de carne y hueso, eso sí, deshumanizados y barnizados de la más falsa dignidad, de guante blanco, y que huelen a colonia y a jabón. No chupan sangre, chupan dinero sueños y esperanzas, y no paran hasta dejar secas a sus infelices presas. Vladimiro, el protagonista de esta historia, es un vampiro atípico, extraño y algo neurótico, que no sabe el por qué es un vampiro, ni tampoco desea serlo, simplemente se encuentra de la noche a la mañana convertido en un extraordinario ser. Tras vagabundear por su ciudad durante siglos, siendo testigo del deterioro del mundo, con las esperanzas vanas y las ilusiones perdidas, nuestro héroe acabará en un callejón sin salida, acuciado por la soledad y donde el único destino, quizás sea, su propio final. Pero un rayo de esperanza se filtrará desde sus sueños y llegará hasta el punto más recóndito de su corazón, una luz onírica que le obligará a seguir vivo, a continuar sorteando obstáculos, el mayor de todos, el de sí mismo, hasta la consecución de ese sueño que deje atrás la soledad y le acerque, de nuevo, a su antiguo mundo seguro y sereno, al amparo de un nuevo significado de lo cotidiano. Un sueño que ha de llevarle, inexorablemente, a la felicidad o a la muerte. Y por último, decir, que esta historia no es más que una mera comedia, y que cualquier parecido con la realidad, es un auténtico desatino, ya que está basada en hechos irreales.