Bienintencionados y satisfechos, compadecéis sólo lo que os legitima, cuesta abajo todos los santos ayudan. Sebastián avanza por la calle, recauchutados jirones y sucesivas costras descolgadas por la chupa. No contéis conmigo, los grandes relatos se han esfumado, la caridad es sólo un anticipo de vuestra intransigencia. Pateo de sonámbulo bajo la luz de las farolas, mirada descreída, un hombre que existe en tanto que decide, devenir. Yo también tuve una vida lógica, oficio-casa-mujer, gozador sin corazón, tuve caminos que seguir, razones de ser, tantas que me llamaron el Pichicho, que pasó del coño de su madre al nicho. Sebastián enciende la linterna y se mete en la trocha, la exigua luz iluminando cuatro o cinco metros de mundo, el gastado rostro débilmente encendido, fantasmal apariencia. Avanza por el sendero, crujidos de caracoles bajo sus pies, ladridos surcando el cielo vacío. Maldita conciencia llena de hastío, disfrutad de este accidente mientras los dioses andan a la greña, mordiendo la fruta que se pudre al sol, sudando fiebres salvajes. Sebastián arquea las cejas, expresión irónica y descreída, carente de añoranza. ¿Cuánto queréis que dure una vida? lo mismo que sus estremecimientos. Sebastián, el Pichicho, vive liberado del Dominio, entregado a una despiadada libertad. Su estrategia consiste en parecer extraviado y superfluo, porque sabe que el Dominio desecha lo desviado, arrinconándolo en los patios traseros. Pero bajo esa apariencia hay un hombre dedicado a su arte, creaciones plásticas que hablan otro lenguaje, que proponen diferentes significados, la lógica del deseo. Entonces tiene lugar un luctuoso acontecimiento que altera este escenario. Sebastián deberá decidir, elegir entre las diferentes voces en conflicto. Pero la decisión traerá consecuencias, porque cada suceso contiene sus propias reglas.