Pocas cosas me han resultado tan apasionantes como contar, desde dentro, la historia real, aunque novelada, de la inesperada vida de Tontxu. Hacerlo es, además, una obligación moral que siempre había tenido pendiente. Tener la mala suerte de nacer en una familia, en un barrio o en un entorno desafortunado, suele suponer una sentencia de por vida. Pero él, aun sin saberlo, con aquella infantil decisión de alejarse de todo lo que, injustamente, se le había asignado en un reparto vital tan antojadizo como cruel,
demostró que la aceptación no es la única alternativa.
Jamás supuso que aquel primer trozo de bocadillo que me pidió siendo niños pudiera impulsarle hacia el derecho universal de ser feliz. Ni siquiera era consciente de ser acreedor de semejante cosa. Pero algo, o alguien, le señaló el camino correcto y le indujo a dar aquel decisivo paso. E, inopinadamente, desde aquel mismo momento, la vida le regaló una segunda
oportunidad que en absoluto ha desperdiciado.
Un hombre feliz y agradecido a ese inapreciable obsequio que dedicará buena parte de su vida a impedir que se repitan, en niños tan inocentes como lo fue él, injusticias como la que tuvo la fortuna de esquivar.