Todos nuestros rasgos vienen ya escritos en nuestros genes, en el papel tangible del núcleo de nuestras células está escrita una narrativa metafísica, un texto que está mucho más allá del aspecto del ser humano, algo que, como definió Kant, es de «necesidad inevitable», algo que, como definió Schopenhauer, nos define como «animales metafísicos». En todo caso, eso físico nos lleva a pensar en un horizonte que linda más allá de lo cogniti-vo, aunque no podamos verlos, aunque no podamos tocarlo, aunque, en definitiva, no podamos sentirlo, ni poseer, ni tampoco mostrar. Heidegger trataba de desocultar los fenómenos como tales. Pero, como reflexiona Sloterdijk en su obra Sin salvación (tras las huellas de Heidegger):
«Este estado de desocultamiento no surgió, como pensaba el filósofo alemán, en los griegos cuando lo sintieron y expresaron con su vocablo alétheia, sino que surge mucho antes. Ya en los primeros albores de la más antigua creación de los futuros hombres a los resultados de arrojar, golpear y cortar solo en contraste con los resultados de la propia acción y producción se vuelve la mirada al horizonte. El horizonte se convierte él mismo en tema y a partir de aquí podrá desarrollarse en las primeras culturas el concepto clásico del Ser: este designa y engloba la sustancia a la vez patente y latente, parcialmente alcanzable, pero últimamente inalcanzable, que es común a todas las cosas».