La puerta por donde entraba el más grande reguero de amor y de felicidad, que recibía de su esposa Rebeca, se cerró de golpe para Carlos Bravo, un prestigioso abogado madrileño. El motivo no fue otro que la muerte de Rebeca, consecuencia de un fatal accidente de tráfico promovido por un conductor suicida. La sorprendente decisión judicial de dejar libre de cargos al causante del accidente hizo que Carlos renunciara al ejercicio de su profesión. En busca de su paz interior, acompañado de su inseparable saxofón, decidió convertirse en un ciudadano parisino más.
Algunos puentes del río Sena fueron testigos de sus frecuentes conciertos callejeros. También en una sala de fiesta hacía sonar a su valorado saxo. En ese caso, de forma profesional. En el transcurrir de esos días, determinadas circunstancias lo llevaron hasta Nueva York, donde desenterró su toga para volver a ejercer su carrera de abogado en un solo caso: la defensa de niños afectados por los vertidos tóxicos que expulsaba una importante factoría en la población de Filadelfia. En Nueva York, volvió a sentir el amor hacia una mujer como lo había vivido junto a Rebeca, aunque su irrenunciable deseo de colaborar en una ONG ubicada en una ciudad asiática, una vez finalizada su gestión como letrado, se anteponía a ese nuevo amor condicionado a su permanencia en la ciudad norteamericana, porque su gran compromiso con el mismo era el de promover sonrisas en muchos de los niños castigados por la pobreza y por la desidia de algunos políticos, a través del sonido de su inseparable saxo. Días más tarde, el amor entre Carlos y Carol venció a la comodidad y, adquiriendo ella un importante compromiso, viajaron hasta Yakarta sometiéndose al cambio radical de sus vidas. Sus experiencias en la ciudad asiática resultaron muy gratificantes para sus respectivos corazones, en la cuales tuvo una gran influencia el instrumento musical de Carlos: ¡su inseparable saxo!