En un lugar de la cornisa cantábrica, en el primer lustro del presente siglo, se reúnen a cenar en la casona familiar unos parientes, sus convidados locales y dos huéspedes de última hora para celebrar, como manda la costumbre, el comienzo del veraneo. Ya entrados en vinos, uno de los huéspedes, sobrino del último español galardonado con el Premio de Literatura por la Academia de la Lengua de un país nórdico, propone repetir de memoria el discurso de su tío en la Academia —una nueva teoría de la literatura que coordinaría la poética aristotélica y la teoría de la evolución—. Se acepta la propuesta por mayoría tácita, y el sobrino acomete la proeza. Aún más entrados en vinos, una huéspeda sugiere que se vuelvan a reunir el año entrante, antes de los idus de marzo, para releer el discurso al completo —sin lagunas, pero salpicado de los incisos, digresiones, bajas, etcétera—, y con el añadido de uno o varios relatos que escribirá cada uno de los supervivientes postprandiales en el intervalo. El memorioso sobrino pone a disposición del futuro evento su renovada casa señorial en la ciudad natal de Cervantes.