«El mundo no vuelve a ser el mismo cuando le agregamos un buen poema», dijo en cierta ocasión en gran Dylan Thomas. Sabía lo que decía. Y es que la poesía, la buena poesía, se hace fuerte en la mente y en el alma de los que saben apreciarla. Pero ojo, no pasa mucho. No todo el monte es orégano. Pero de vez en cuando aparecen unos versos que nos remueven por dentro y nos hacen reconciliarnos, una vez más, con la poesía. Evidentemente, esto es algo puramente subjetivo, por más que el criterio y el paladar de los que nos dedicamos a esto de las reseñas esté curtido en mil batallas e hipersensibilizado. En cualquier caso, con la pequeña antología que pretendo reseñar a continuación me pasó un poco esto que les cuento: me reencontré, quizás después de un tiempo de algo de hastío, con la buena poesía.
Se trata de un pequeño librito titulado Presos entre huesos —el título ya indica bastante del tono existencial que tiene la obra—, del médico, novelista y poeta peruano Ignacio López-Merino, publicado recientemente por la editorial Círculo Rojo.
Se trata de un libro vivo, ágil, despierto, alegre, risueño, aunque también duele. Nada no duele. Pero también es un libro habitado. Y su autor, a través de estos poemas, sin rima o con rima, ordenados en estricto desorden alfabético, haciendo gala de un vocabulario amplísimo y muy bien trabajado, nos habla de lo que tienen que hablar los poetas, los vagabundos que se alejan del mundanal ruido para construir silencios con letras que emanan filosofía de vida. Cauteriza, sacia y alivia a las almas afligidas que no saben los porqués o que, al contrario, los conocen demasiado bien.
La poesía, en especial la de Ignacio López-Merino, canaliza. Ideas, nostalgias, pasiones, sentimientos, llantos, vida. Todo eso y mucho más. Recuerdos y soledades, infancias e ilusiones, dolores y adioses, reencuentros y despedidas.
Sí, como suele ser habitual, muchos de los poemas giran en torno al amor, al amor que calma la sed, que sirve de antídoto contra los males vitales, que le da sentido a la vida; al amor que es capaz incluso de vencer a la muerte («qué terror fuese la nada cuando me llegara / sin tu cara / y el silencio de la noche eterna tan atroz / sin tu voz»); al amor por nuestros hijos, por el mar, por la tierra en la que crecimos y vivimos.
Pero también es una poesía profundamente existencial y reflexiva, llena de nostalgia y de introspección, de dolor y de llanto. Poesía crepuscular del poeta filósofo que, como dijo en cierta ocasión Leonard Cohen, toma conciencia de la gran e inevitable caída a la que todos nos enfrentamos. «…y el cansado parpadeo / son las alas fatigadas / de ave enferma en el invierno / que va ensayando su adiós».
Por eso este poeta también nos acompaña, como perfecto cicerone, en el viaje más difícil de todos: el viaje hacia nosotros mismos, hacia lo que somos, fuimos y, quizás, seremos. Un viaje que pasa por reencontrarnos con nuestras almas escondidas. Su verso se vuelve compromiso y autocrítica, y nos pone delante un espejo en el que nos vemos reflejados, a veces con un realismo tan apabullante como terrorífico, pero también como una versión deformada de nosotros mismos que, quizás, y solo quizás, sea más auténtica de lo que pensamos —sin duda, Valle-Inclán estaría encantado con esto—. Compromiso con un mundo que se ha vuelto loco y que cada vez cuesta más entender, pero también con la infinita esperanza de que no todo está perdido.
Otra vez
viejos y más viejos solos, urgidos de miradas
fedatarias de que están;
y otros como espectros de fantasmas,
solos entre el aire y gente viva
mucha bulla y luces de colores:
mudos polizones del ayer con el afán
de mitigar la rumia atroz
de quien solo se quedó
solamente a recordar.
Mención especial merece el homenaje que hace a nuestro paisano querido Federico García Lorca, probablemente una de las poesías más bellas de este ya de por sí bello poemario.
Siempre he admirado a los poetas. Entiendo que, en estos tiempos de la postverdad, de runners vestidos de superhéroes, de hipotecados de los likes y de adictos al feedback, a las pantallitas led y a las redes mal llamadas sociales, la poesía no es lo que era. Por eso mismo, por esos mismos, me ha sorprendido gratamente esta sencillamente compleja obra de Ignacio López-Merino.
Mi más sincera enhorabuena.