Vivimos tiempos difíciles. Pese a que la ciencia está más presente que nunca en una sociedad tan tecnológica y conectada como la nuestra, el desconocimiento de lo que hay detrás, el saber científico acumulado a lo largo de los siglos, llega a extremos preocupantes. Un ejemplo especialmente significativo lo tenemos en el auge, minoritario pero inquietante, de personas que niegan la esfericidad de la Tierra, pese a que quedó demostrada hace veintitrés siglos gracias al matemático y geógrafo griego Eratóstenes. Lo realmente llamativo, aparte de que nieguen las explicaciones científicas al respecto —incluida la gravedad— o, incluso, la evidencia que aportan los viajes de exploración espacial, es lo que los apologistas de esta idea argumentan para defender tan temeraria afirmación: la Tierra es plana porque, a simple vista, no se puede apreciar la curvatura. Así, detrás de esto, hay un movimiento mucho más amplio que tiene que ver con la filosofía DOI, Do it Yourself, que, en esencia, defiende exactamente esto: la autoridad y el conocimiento acumulado no valen de nada al lado de la percepción y la intuición individual. Esto, en el caso de los terraplanistas, puede parecer algo anecdótico; el problema es cuando ese tipo de ideas se aplican, por ejemplo, a la pandemia que estamos viviendo o a las vacunas que desde hace unos meses se han empezado a aplicar. Algunos llegan a negar, no solo el virus en cuestión, sino la existencia en sí de virus. Y las vacunas, más de lo mismo.
En definitiva, al margen de otros factores sociológicos que expliquen este curioso fenómeno —y contradictorio, ya que los mismos que niegan la ciencia se benefician de ella para expresar sus ideas en Internet—, esto guarda una profunda relación con cómo los más jóvenes, los de ahora, los de antes y los del mañana, perciben y aprehenden el conocimiento científico. Así pues, este es el principal objetivo de este libro, Martín el científico, publicado recientemente por la editorial Círculo Rojo: que los jóvenes, siguiendo el ejemplo de Martín, el protagonista de estas divertidas y didácticas aventuras, se acerquen sin miedo a la ciencia; es decir, activar la siempre necesaria chipa de la curiosidad, potenciar el pensamiento crítico y perderle el miedo a unas materias a las que, por diversos motivos, no les hacen demasiado caso.
De este modo, el autor de este libro, responsable de la extraordinaria web La ciencia de Jaun (https://lacienciadejaun.com/), ofrece a sus potenciales lectores juveniles un montón de historias cotidianas protagonizadas por Martín a partir de las que desarrolla y expone un sinfín de aspectos relacionados con la ciencia.
Cada capítulo se construye, más o menos, sobre un esquema similar: Martín, tras percibir algo que le produce curiosidad y que no sabe a qué se debe, le pregunta a un adulto; este le responde, y acto seguido se lanza a experimentar por él mismo. Vamos, lo que viene siendo el método científico.
Así, por ejemplo, explica de un modo genial en qué consisten la gravedad y su relación con el peso de las cosas, las distintas fuerzas físicas, las reacciones químicas, los cambios de estado de la materia, la termodinámica, la presión, la fotosíntesis, las enfermedades y las vacunas o la diferencia entre química y física.
Desde una perspectiva puramente literaria, la obra está construida mediante una prosa agradable y rica, correcta para el lector objetivo; además, pese a que el fin es divulgativo y didáctico, elabora cada capítulo como si se tratase de una aventura del niño protagonista, por lo que también es un divertimento, a lo que contribuye el fino sentido del humor que desarrolla el autor —como cuando Martín escribe, explicando la fotosíntesis, que es lo que se produce «cuando las plantas se alimentan de los rayos solares, como mi padre cuando se estira a tomar el sol»; o cuando sueña con un traje que le permita hacerse pequeño y viajar al interior del cuerpo humano; o cuando los compañeros del autobús del colegio se rebelan porque quieren que se instaure un nuevo y peligroso plan de transporte basado en la inercia…
Por lo tanto, además de cumplir su objetivo didáctico, es un excelente divertimento —a lo que ayuda el brillante apartado gráfico de la obra—; pero también es una obra que permite establecer interesantes interrelaciones entre padres e hijos, no solo fomentando que, siguiendo el ejemplo de Martín, los jóvenes consulten a sus padres las dudas que tengan sobre este mundo en el que vivimos, sino también realizando experimentos sencillos juntos —como hacer un submarino o un teléfono casero, o un sistema solar en miniatura, o inflar globos al combinar vinagre y bicarbonato en una botella, o comprobar cómo se congela o se evapora el agua.
En resumidas cuentas, Martín el científico es una obra genial y muy muy necesaria. Y además, funciona. Yo mismo he hecho el experimento con una sobrina a la que, pese a que siempre ha tenido una gran curiosidad innata, no terminaba de atraerle la ciencia. Estando un día con ella, le leí algún capítulo e hicimos algunos experimentos (el del teléfono casero y el de inflar los globos). Le encantó. Y no solo me pidió el libro para leérselo entero, sino que a partir de ese momento, cada vez que me ve, me comenta, como Martín a sus padres, las inquietudes que le van surgiendo.
Así que, sea quién sea el autor de esta brillante obra juvenil, mi más sincera enhorabuena. Misión cumplida. Creo que es un libro que debería estar en todos los hogares.