En cierta ocasión, Shakespeare dijo que el pasado, simplemente, es un prólogo. Curioso y brillante planteamiento, ya que, de alguna manera, si esto es así, somos eso, prólogos de un presente efímero. El pasado, el siempre presente pasado… La literatura le ha prestado mucha importancia a las consecuencias que las acciones y hechos pretéritos tienen en los acontecimientos posteriores, rompiendo ese cliché del refranero que dice que «agua pasada no mueve molinos». Al contrario. Somos lo que somos por lo que fuimos. Claro que el agua pasada mueve molinos. Ejemplos hay miles, pero, sin duda, esta novela que pretendo reseñar a continuación, Luciérnagas de colores, las confesiones de Ana, del autor Carlos Alemany, publicada recientemente por Editorial Círculo Rojo, muestra con grandeza hasta qué punto tenía razón Shakespeare. El problema es que no siempre somos consciente de cómo fue realmente nuestro pasado. Y no solo porque sesgamos y reinterpretamos nuestros recuerdos, sino porque en muchas ocasiones nos falta información. Esa es la clave, sin duda, de esta novela.
El protagonista es Carlos, que, a sus 29 años, cuenta su historia en retrospectiva y en primera persona. Tuvo una infancia complicada, y sigue arrastrando en el presente los lastres de un pasado confuso y traumático. Su padre, un tipo infame, fanfarrón, violento y cobarde. Su madre, una persona totalmente anulada y triste, subyugada por su marido, que solía maltratarla. Un buen día, siendo Carlos un chaval, se produce una explosión en la casa de sus vecinos, en la que resulta herida su madre —y fallece el vecino—. Este será el punto de partida de una compleja trama en la tiene mucha importancia Ana, una antigua amiga de sus padres, junto a su marido, Alberto. Y es que resulta que Ana parecía saber más de lo que debía de los acontecimientos posteriores a aquella explosión: el arresto del padre de Carlos por malos tratos y su posterior suicidio, lleno de interrogantes; una misteriosa hermana de la que apenas sabía nada y algunas mentiras que situaban a Carlos en el epicentro de todo.
Y hasta aquí puedo leer. La trama se termina complicando hasta límites impresionantes. Y como suele suceder en las buenas novelas de suspense, nada es lo que parece, todo cambia en un santiamén y todo el mundo parece sospechoso. Además, sin adelantar nada, sí que les puedo decir, sin permiso del autor, que al final se produce un interesante giro que, de alguna manera, permite suponer que la historia continuará… O no…
Respecto a lo puramente literario, la novela destaca por varios aspectos, además de por contar con una prosa excelente y realista, un vocabulario amplio y variado y unos diálogos creíbles y efectivos —tiene razón el prologuista al comparar el estilo narrativo de Carlos Alemany con algunos genios de la narrativa norteamericana reciente, con los que guarda numerosos parecidos—. Por un lado, el perfecto uso de la narración en primera persona, algo que puede resultar fácil, pero que en ocasiones complica bastante la construcción de las tramas, dado que la información que recibe el lector es exactamente la que el narrador y principal protagonista conoce y comparte. Lo bueno es que vivimos con él los descubrimientos que va haciendo y las sensaciones y emociones que estos le producen, lo que contribuye a potenciar la experiencia inmersiva, imprescindible en una obra con mucho de suspense como esta.
A la experiencia inmersiva, contribuye algo íntimamente relacionado con esta: la dosificación de la información. No hay mejor gancho que ese para conseguir que el lector devore las páginas de un libro en busca de la resolución final del enigma o de los enigmas planteados. En este caso, como podrá comprobar el lector, los giros narrativos con continuos gracias, precisamente, a esto, a que el autor nos va entregando de forma dosificada las piezas del puzle que componen la trama. Juega con el tiempo, con los espacios y con los recuerdos de los distintos protagonistas.
Por otro lado, se trata de una ejemplo perfecto de lo que se conoce como novela de personajes. En especial, por el omnipresente Carlos Acosta, un personaje complejo, atormentado, con un mundo interior riquísimo, nada maniqueo, poliédrico, y excelentemente elaborado. Pero también se esfuerza Carlos Alemany en dotar al resto de habitantes de este libro de una personalidad compleja, creíble y realista, lo que, una vez más, hace que el lector consiga adentrarse en la apasionante trama desde la primera página.
En otro orden de cosas, al margen de la trama principal, la novela permite extraer varias lecturas interesantes. Por ejemplo, el eterno problema del pasado y sus consecuencias, a veces imprevisibles, en el presente; la angustia que produce pensar que, si en determinado momento hubiésemos actuado de otra forma, todo nuestro devenir existencial podría haber cambiado por completo; o lo poco que, a veces, conocemos a nuestros allegados, incluso a nuestros propios padres o a nuestras parejas, y lo doloroso y perturbador que resulta descubrir determinadas verdades desconocidas que cambian por completo nuestra percepción de estas personas.
En resumidas cuentas, Luciérnagas de colores, las confesiones de Ana, es una novela tan entretenida como adictiva e inquietante, que hará las delicias de los amantes de las obras de suspense, pero también de los que prefieren narrativas más centradas en los conflictos humanos y de un carácter más intimista.
Brillante.