Hay veces que la lectura de un libro produce en el lector desprevenido un auténtico terremoto emocional. Pasa poco, sobre todo si hablamos de lectores compulsivos, pero pasa. Y a mí me ha pasado con esta brillante y emocionante obra de Ángel Meseguer Conesa, Se busca un ángel con las alas rotas, publicada recientemente por la editorial Círculo Rojo. En mi caso, el shock se produjo no solo porque no conocía esta la enfermedad sobre la que gira la obra, la distonía mioclónica, sino también por lo sobrecogedor y profundamente humano de los testimonios que en ella aparecen, empezando por el del propio autor; no hay mayor cura de humildad ni mayor acicate para la empatía que conocer de primera mano la historia de personas que, pese a todo, pese a determinados hándicaps, consiguen levantarse y vivir la vida.
El síndrome de la distonía mioclónica, por si no lo saben, es una enfermedad rara que se caracteriza por una serie de trastornos del movimiento: contracciones musculares bruscas y breves, generalmente de las extremidades superiores, así como la contracción mantenida de determinados grupos musculares. Se trata de una afección neurológica y, al parecer, tiene un componente genético y hereditario. Además del aspecto puramente biológico, las consecuencias sociales de esta dolencia son enormes, ya que puede contribuir tanto al aislamiento social como a numerosos problemas emocionales.
Por ahora, no tiene cura. Eso no ha impedido que muchos afectados y familiares se lancen a luchar en su búsqueda. «Si no existe una cura, la tenemos que inventar», comenta la prologuista, Marina Martín, presidenta de ALUDME, una asociación centrada precisamente en eso, en intentar mover las piezas necesarias para que los científicos encuentren la ansiada cura, además de tratar de visibilizar la enfermedad y concienciar a la población.
Ángel Meseguer Conesa, el autor de Se busca un ángel con las alas rotas, es miembro de ALUDME y convive en su día a día con la distonía mioclónica. Y un buen día decidió emplear su buen hacer con las letras para dar a conocer a la sociedad qué es este trastorno y cómo viven las personas que lo padecen. Así, en esta obra, además de aportar una amplia y clarificadora introducción sobre la enfermedad a cargo de varios médicos especialistas, nos ofrece un relato pormenorizado de su propia experiencia existencial y de cómo ha aprendido a vivir con la distonía mioclónica desde su más temprana infancia.
Por supuesto, no es mi intención desvelar en exceso el contenido del libro. Si quieren saber más, tendrán que leerlo. Pero sí me gustaría comentar algunas ideas que me han llamado especialmente la atención de la narración en primera persona del autor —perfectamente escrita, con un vocabulario amplio y rico, y con un tono que, en ocasiones, se vuelve bastante poético—. Por ejemplo, la primera experiencia que recuerda de la enfermedad: cuando tenía solo tres años, un buen día, notó como su pierna izquierda no le respondía y realizada extraños movimientos; poco después sucedió lo mismo con sus brazos y sus manos. «Demasiadas sensaciones encontradas que vinieron a mi pequeña vida de manera inesperada—, comenta. Sorprendentemente, pronto tomó conciencia de su situación: «era el momento de ser fuerte, parece algo chocante, quería ser fuerte con tan solo tres años, fuerte de espíritu, fuerte de mentalidad, fuerte para que otros no percibieran en mí debilidad y para evitar la preocupación de mi principal sustento y respaldo; mis padres». Tremendo. Y esto es solo el principio: conforme fue creciendo tuvo que enfrentarse a un buen número de problemas, sobre todo de carácter social, aunque siempre contó con el apoyo de sus padres y su hermano —y su abuelo—, que no dudaron en lanzarse a encontrar una cura para el mal de su hijo, un mal que ni siquiera los médicos sabían que existía…
En cualquier caso, Ángel, como bien explica en su testimonio, aprendió a vivir con su enfermedad, siempre dispuesto a retarse a sí mismo y a superarse, siempre entregado a demostrar su valía y a luchar contra su sino, siempre reconstruyéndose y renaciendo después de algún fracaso. Y vaya si lo consiguió, y de múltiples maneras: de niño, por ejemplo, jugando al fútbol como portero; de adolescente, por su toma de conciencia de su posición en el mundo —en una época vital tan complicada como esta— o sus primeros escarceos amorosos; y ya como adulto, con sus éxitos académicos, su matrimonio o escribiendo este libro.
Por otro lado, su narración autobiográfica esta sazonada con varios testimonios de personas con las que ha tenido relación (familiares, compañeros de estudios) y culmina con la transcripción de un buen número de escritos realizados por familiares y afectados de la distonía mioclónica, todos especialmente conmovedores y emocionantes. No deberían perdérselos.
En resumidas cuentas, una obra preciosa, dura y realista, pero también esperanzadora y, como dije, profundamente humana. Merece la pena leerla, aunque a veces duela. Y, sobre todo, aprender, como Ángel, como todos los que sufren esta enfermedad y otras de esas denominadas «raras», que lo importante, como dice Javier González Sánchez, afectado de esclerosis múltiple, «ser tú mismo a pesar de las adversidades». Gran mensaje que todos, como ellos, deberíamos llevar por bandera.