Manuela no lloró en el entierro de su hermano. A pesar de su corta edad, tenía muy claro que todos morirían en algún momento y no llegaba a comprender a qué venía tanto drama si ninguno de aquellos actos religiosos y protocolarios cambiarían en absoluto los hechos. No soportaba más ese incesante desfile de abrazos y condolencias en el que participaron más de cien personas. Ella solo quería irse a casa. A una casa tranquila y ordenada en la que ya no se escucharían los irritantes ruidos y llantos de un niño consentido y de inteligencia simple. Manuela nunca pidió un hermano. No lo necesitaban. Sabía que era cuestión de unas horas que todo volviese a la normalidad, así que respiró profundo y les mostró a todos lo que deseaban ver. No era tan difícil. Ya lo había hecho otras veces. Como cuando desapareció el molesto perro de la vecina o cuando, dos días antes del entierro, la policía le preguntó por el fatídico incendio que causó la muerte de su pequeño hermano y del que, milagrosamente, ella salió ilesa. En breve, estarían de nuevo en casa mamá, papá y ella. Como antes. Como debió ser siempre. Ella y solo ella llenaría el espacio que ahora estaba roto en el alma de sus padres. Solo tenía que mantener la calma y esperar a que las horas pasasen. Todo estaba de nuevo bajo control, hasta que un día, tras la separación de sus padres, dejó de estarlo, y el futuro que había planificado comenzó a volverse tan inestable como ella misma.
El destino no existe, y Manuela no estaba dispuesta a adjudicarle la responsabilidad de sus fracasos. Ella sabía perfectamente lo que tenía que hacer para recuperar el dominio de su vida. En una partida de ajedrez, la única ficha imprescindible es el rey.