Conceptos de libertad, verdad, nobleza, dignidad, de lo bueno, e incluso del bien común; valores como la honestidad, la solidaridad y todo aquello que razonablemente podemos acordar como deseable para la civilizada convivencia ciudadana se tornan resbaladizos y, tal como «lecho de Procusto», parece que «conviene» relativizarlos y reinterpretarlos, cuando no ignorarlos, consiguiendo difuminar su sentido. Ya no distinguimos la verdad de la mentira, pudiendo ocurrir que no nos importe realmente.
Tanta es la confusión.
La mentira se ha instalado en nuestras vidas, al menos, en la vida pública. La sobresaturación de información la recibimos mezclada con inquietantes bulos, los cuales son difíciles de identificar entre otras cosas por el tiempo que nos llevaría su comprobación. Surcamos las aguas ignotas de un relativismo desvirtuado, donde todo vale, pero ¡ojo!, esto no es baladí. Parece, además, que se aplica sin pudor aquello de «el fin justifica los medios», y esto no es muy saludable para poder discernir la claridad entre tanta oscuridad. Este ensayo pretende dejar constancia de datos y hechos concretos referidos a la confusión creada por políticos de primer nivel y, sobre todo, intenta decirnos que veamos las cosas desde nuestra conciencia y consciencia, así como desde nuestra estética. Sin embargo, no es menos importante que prestemos atención a los hechos, y no solo a lo que nos cuentan. «Por sus obras los conoceréis». (Evangelio de San Mateo, 7:16-7:20).