El invierno era duro en mi pequeño y bonito pueblo. Mientras la nieve caía, me calentaba junto a mi madre a las ascuas de la lumbre. Mientras cosía y me hacía una muñeca de trapo, ella cortaba un vestidito para que yo lo cosiera. Mi madre le daba unas puntadas llamadas hilván para que yo pudiera guiarme al coserlo. Yo era muy pequeñita, justo al terminar el año cumpliría cuatro años, estaba muy contenta al coser, porque realmente pensaba que sabía hacerlo muy bien.
Durante un tiempo estuve haciendo una mala travesura, perjudicial para mi salud: descubrí que me gustaba lo salado. Así que, a hurtadillas, cogía puñaditos de sal y me escondía de mis padres para lamerlo hasta terminarlo. Un día, mi madre descubrió que le faltaba sal y solo podía ser yo, mi hermano no tenía ni dos años y quedaba descartado, así que me dijo: «Nena, ¿coges tú la sal?». Yo me sentí descubierta y avergonzada, le dije que sí, y mi madre me preguntó: «¿Y qué haces con ello?». «Lo chupo», le dije. Supongo que mi madre no podría creerse tal cosa, no recuerdo lo que me dijo, imagino que me diría que aquello era muy malo para mi salud. Desde entonces, lo salado no lo quiero ni probar, pero sí lo dulce.
Otra costumbre a esa edad era mojarme. Cuando llovía, salía de casa con el calzado en mis manos, en la calle principal del pueblo se formaban arroyuelos, y yo con mis pies descalzos jugueteaba con el agua, arroyo arriba y arroyo abajo. A la salida del portal de mi casa, se formaba un charquito, y yo lavaba el vestido de mi muñeca de trapo, seguro que lo más importante era mojarme, pero mientras hacía esa labor pensaba… «Si yo hiciese un agujero muy muy grande, ¿hasta dónde llegaría? ¿Qué habría al otro lado?». Eso, aunque era muy pequeña, me tenía intrigada.
Fue siendo mayor el primer día que fui a la escuela, solo hacía unos días que había cumplido los seis años. Estaba feliz y contenta, cuando entré en clase fue una alegría inmensa, todos o casi todos los niños del pueblo estaban allí, y yo fui mesa por mesa saludando a todos y les decía: «Y tú también estás aquí, y tú también y tú también!». Supongo que la maestra me llamó la atención, pero con mi emoción no pude oírla, esto me salió caro, lo recordaré hasta el último día de mi vida, al finalizar la clase dijo que me dejaba encerrada sin salir a comer. Yo corría todo alrededor, llorando. Pienso en aquella niña como si no fuese yo y me dan ganas de llorar por ella, que fue tan feliz a la escuela y la dejaron encerrada sin poder ir a casa con sus padres que la querían tanto. No estaba encerrada sola, no, había muchos otros niños mayores que yo, no sé lo que hicieron. Cuando fui haciéndome mayor, no iba a los arroyos ni lavaba en el charquito. El agua seguía gustándome. Si la lluvia me cogía lejos de casa, ya podía caer un buen chaparrón que disfrutaba mojando mi pelo y chorreando el agua por mi cara y pensaba: «Qué maravilla, ¿por qué tiene la gente tanto miedo a mojarse?».
De niña hice obras de teatro y muchas poesías en el mes de mayo; la malvada maestra ya no estaba…