La frase de Javier Sierra, que elegí precisamente por eso, define con claridad uno de mis primeros recuerdos del comienzo de los años escolares. Me gustaba dibujar las letras que iba aprendiendo e intentaba representarlas lo más parecidamente posible a la muestra que tenía que copiar, como tarea para hacer en casa.
Así pues, a pesar de que mi ámbito profesional fue por otros derroteros, la escritura de poesía y las artes plásticas fueron muy de la mano conmigo a lo largo de mi vida. Unas temporadas me dedicaba más a la escritura, y otras me volcaba en el dibujo y la pintura. Más adelante se añadió la fotografía, con su revelado y positivado en el cuarto oscuro, y años más adelante se uniría el grabado, el sumi-e y la acuarela.
Confieso que cuando volvía a casa de la facultad, muchas veces lo hacía caminando ensimismada con el cuaderno en una mano y el bolígrafo en la otra desgranando palabras sobre el cuadriculado de la hoja. Más tarde, cuando ya no era imperativo llevar material de escritura a clase, me pertrechaba de papeles o libretas y bolis que repartía por bolsos y bolsillos.
Como cuento en el epílogo, ha habido algún distanciamiento en determinadas etapas, imperativos vitales, búsquedas o encuentros, otros aprendizajes, pero siempre llegaba la vuelta.
Siempre el retorno a lo más mío, a lo más íntimo de mí.