Llevo en mi mano derecha un cactus tatuado desde hace cinco años, y sus espinas se reparten por toda mi piel. En Anacronismo intacto, comparto algunas de ellas, como señal que dejo a la financiación de la reconstrucción.
Y es que el cactus de mi cuarto crece cada semana más y mi madre todavía entra asombrada a mi habitación para verlo. Y yo también leo cada día mis páginas viendo como crezco un poco más, incluso sin sol. Sobre todo sin él.
No sé escribir en verso, aunque sea algo que me gustaría, pero hay lírica en lo que esbozo y en el fondo ese es el consuelo que encuentro cuando reproduzco una vez más la misma canción que he escuchado desde hace tres días.
«Parece que cuando alguien escribe, lo hace abatido; hablar del dolor no es tristeza, es reconocerte vulnerable pero no incapaz».
Perfumo cada día mi cactus con un recuerdo nuevo y luego me acuerdo de la colonia que tanto me gustaba, miro el reloj y apenas quedan granos para girarlo, fuera está lloviendo, acabo de encenderme un cigarro y he hecho café a las 4 a.m.; al final descubro que soy las frases que no escribo.