Rita Zambruno pasa sus días despierta, quieta, sentada, sola, que así la mantienen los parámetros de
una enfermedad rara que le secuestra el sueño, le limita la movilidad y la amenaza con crisis de ausencia.
Su único consuelo es la lectura, la manera habitual de fuga, el método más eficaz para mantener distraídas sus zozobras: vivir cautiva de un texto, sumergirse en él y dejarse soñar en una historia inventada.
Rita no lee, está en el libro. Zorgo es su lazarillo, vive con ella y le sirve de referencia, porque en las grandes novelas nunca intervienen perros chicos.
Andrés Senabre ha gastado más de la mitad de sus años de reportero de guerra. Un día descubrió que cualquiera en las que estuvo fue siempre la misma Guerra, un trozo de Historia sin sentido en el que coinciden infinidad de historias, todas más importantes que el conflicto que las trastorna. Paseando y pasando fue descubriendo batallas sencillas necesitadas de alguien que las insinuara y las rescatara del
olvido. Desde entonces cambió la corresponsalía por el paseo y, solo, gasta el tiempo que le sobra en larguísimas caminatas en las que observa sin involucrarse historias mínimas que quizás acaben en reportajes que, por ser quien fue, aún le publica de vez en cuando algún semanario.
Joachim Legsev, apodado el Viajero Solitario, es un escritor misterioso del que se desconoce toda referencia biográfica. Nadie ha visto su rostro, nadie sabe quién es ni de dónde ni si se llama así realmente.
Sus libros se venden por millones en todos los países, idiomas y formatos. Para sus detractores, que también son legión, no existe; es, dicen, ya ha habido otros, un hábil montaje editorial. Sea como fuere, Joachim Legsev es el escritor que mejor escribe aquello que a Rita más le apasiona leer.
Es veintiocho de octubre de dos mil ocho, un día como cualquier otro en el que tres solitarios coinciden en un viaje en tren.