La población de Basules aparecía desierta al llegar la noche. Solo la luz de un quinqué mal dibujaba la sombra del que salía de la taberna y se alejaba rascándose sin piedad con su bestia de reata. A la ciudad venía gente de todos los rincones de la tierra y se marchaba hacia los más insospechados lugares. Fue a partir de la llegada de la luz eléctrica cuando su ambiente variopinto se animó, y en sus calles se oían los gritos de los vendedores de guarretes, mercaderes de chatarra, adivinos, charlatanes y embusteros. Había también gente mágica, y otros que no morían nunca, como era el caso de Pretoria Ventura, obsesionada por visitar a los enfermos moribundos con el fin de darles recados, para que se los llevaran a sus familiares fallecidos, sin saber si habrían ido a la gloria o al infierno. Pero lo que más prestigió a los nativos fue la llegada del Hispalense, hombre de exquisita verborrea, entendido en amores y hermano de Lulú de la Pomerania