Los turistas de nuestra época parten hacia tierras lejanas en compañía de su móvil. Con él hacen fotos que envían a familiares y amigos. Esas imágenes producen cierto agrado, pero no alcanzan la plenitud de una imaginación desbordada que desemboca en las creaciones artísticas y en el entusiasmo. Cuando contamos algo con ilusión, nos sentimos felices. Y los niños se entregan al sueño con rostro angelical cuando han escuchado un cuento. El autor de estos relatos se siente atraído por las fábulas de Esopo y por la literatura sapiencial de la antigüedad. En su propia infancia tuvo amplia ocasión de observar las costumbres y habilidades de los animales, que en la época actual del ecologismo forman parte de la vida de muchas familias. Nuestra existencia entera es una laboriosa traducción de lo posible a lo real. Y cuando intentamos contar o contarnos a nosotros mismos la propia vida, necesitamos la ayuda de la imaginación, que, con sus ráfagas, la libra del aburrimiento. En nuestro pecho anida la ilusión de crear, y nos sentimos felices cuando nuestras neuronas rezuman imaginación. Es placentero dormir en un colchón blando; y la propia vida se mece en la dicha cuando camina por un suelo imaginario. Las abundantes visitas de los niños al ratoncito Pérez en el pueblo de Cerler, y las sugerencias de algunas personas radiadas en nuestra tierra, han dado origen a este texto, donde se abrazan la fantasía y el tacto de lo real.