Los pensamientos no se hielan en invierno es, sobre cualquier otra cosa, el pago de una deuda; una deuda con mucha gente que creyó en mí, y una deuda conmigo mismo. Sin más pretensión que sacar de dentro una serie de ideas, de vivencias que pedían ser escritas. Hay mucho de mí y de mi vida en cada rincón y en cada personaje de esta ficción; de hecho, es este un ejercicio de ficción que bebe, casi permanentemente, de una realidad a la que se asemeja bastante. Traté de trabar una historia amena, divertida, entretenida de leer, aunque llena de emociones y de valores que considero imprescindibles; que acepte, y hasta precise, una segunda lectura que descubra matices ocultos. No es una historia para leer compulsivamente en una biblioteca de ciudad, sino para degustarla con pausa, en un banquito, a la sombra de un castaño. El decorado donde trascurre la acción es esa maravilla tan cercana a nosotros, Sierra Nevada, y más concretamente su impresionante cara norte. Es también una historia de sentimientos, de solidaridad, de personajes pequeños, de enormes personajes pequeños. Y de esa vida sencilla, casi básica, pegada a la tierra, que siempre fue la vida de verdad. Y que muere; que ya murió, como lo hacen los lugares en que se desarrollaba.