Estos cuentos que siguen, y de los que estás leyendo la contraportada, no son sino el resultado de toda una amalgama de lecturas atribuladas e iconoclastas, de todo género y condición, olvidadas y cosidas por la luz hiriente del Sur y la niebla perpetua del Noroeste. Están escritos a ratos perdidos que robo a mi condición de abogado y me liberan de demandas, denuncias, atestados, sentencias y demás prosa jurídica que me hace sangrar por los ojos. No están hilados, se regodean de su carácter caótico y desordenado; están escogidos sin razón alguna y más allá de ella, de entre las numerosas historias que necesito arrojar y arrojo con frecuencia porque actúan como un bálsamo que me cura las heridas. Creo que esperan, con la lógica desazón del novicio, ser masticados y deglutidos con la misma calma que a mí me han proporcionado. Se leen de izquierda a derecha, de arriba abajo, pueden dejarse sobre la mesita de noche para leerlos antes de dormir, ordenada o desordenadamente, o incluso hacerlo en mitad de tus sueños, y son buenos también para calzar las mesas de esos bares que me gustan porque tienen al menos una mesa renqueante.