Una infanta de quince años se encuentra tomando el sol junto a un arroyo de aguas puras y cristalinas. El calor aprieta, y en un momento dado se despoja de toda su ropa dispuesta a disfrutar de un refrescante chapuzón aprovechando la soledad del lugar.
Al poco, tras unos minutos de pleno deleite, y cuando ya se disponía a regresar a su casa, es atacada por un individuo mientras se estaba vistiendo. Entonces se produce entre ellos un enconado forcejeo que acaba con la violación de la joven virgen. Pero, en plena refriega, el individuo también sale malparado. En una de las múltiples acometidas, la muchacha había conseguido rasgar su rostro con sus afiladas uñas, ocasionándole profundas heridas. Unas heridas que, inevitablemente, tenían que dejar una marca para el resto de su vida. Y esa marca era la única pista que tenía para dar con su paradero, la única pista para saber quién había sido el canalla que hizo aquella tropelía. A partir de ese momento se dedica a investigar por toda la comarca durante varios años, pero no consigue dar con el infame y degenerado personaje. Y eso había sido así, porque nunca llegó a sospechar acerca de su secreta y auténtica identidad, por muchos años que pasaran. Pero había un pequeño detalle que le iba a poner al descubierto: una tenue cicatriz que surcaba todo su rostro. Una tenue cicatriz que se había convertido en testigo mudo de la historia. Y el hombre que la portaba era el que menos se podía esperar.