“Siempre pensé que era el único niño perdido en el mundo, sobre una cama a la deriva. Pero me di cuenta que los adultos están tan perdidos como uno o hasta más, sólo que de diferente manera. Se pasan la vida buscando el camino de regreso, para encontrar al niño que alguna vez fueron y dejaron abandonado. Sin ver que ese niño, es el mismo que naufraga sobre un mar de preguntas”.
A los diez años creía que el mundo le pertenecía a los adultos, que ellos eran los amos de la verdad absoluta, que 2+2 siempre daban 4, que podían hacer cuanto quisieran, que uno era esclavo de sus miedos mientras ellos parecían tan tranquilos, que sabían la respuesta a todos los enigmas de la vida, que la vida les parecía una broma, que siempre salían de casa con una sonrisa, que disfrutaban de una vida perfecta, que nada en absoluto les afectaba, que nunca se derrumbaban en silencio, que las piezas de su rompecabezas siempre encajaban. Pero muy pronto me di cuenta que era todo lo contrario, que no son adultos, nadie en este mundo lo es, cuando se creen expertos en algo siguen en pañales, muriéndose de frío o de miedo, fingiendo que no pasa nada aunque por dentro esté pasando todo. Y peor aún, por fuera, también. Que todos en realidad viven con la sensación extraña de no pertenecer al lugar ni al tiempo que les ha tocado vivir, extranjeros de su propia tierra, de su propio cuerpo, de su propia historia, ajenos de sí mismos, como si alguien más escribiera cada página de su existencia.