Isaías, desde hace tiempo, se dedica a escribir infinidad de cosas; su ilusión es que alguien pueda leer y escuchar sus pequeñas o grandes historias.
La iniciativa de recopilar esos escritos (cosa que Isaías desconocía) partió de Josefa, su mujer, porque se iba encontrando papeles por todos los rincones, de cualquier forma y origen, llenos de garabatos o letras apretadas que explicaban sus recuerdos o sus fantasías.
Un día, él, buscando las gafas, se encontró un cajón lleno de esos recortes: ¡oh, sorpresa!, y se quedó sentado releyendo uno tras otro.
Carmen, que estaba ese día con ellos, se interesó enseguida por ese pequeño tesoro. Conocía de primera mano la gracia con que Isaías les explicaba las cosas a los niños, y pensó que sería una buena idea poder editar esas historias.
Así que, contando con la complicidad de Josefa, se pusieron manos a la obra y empezaron a pulir las fábulas, cuentos, narrativas, o como queráis llamarlos.
Pensaron que sería una buena herramienta para que padres e hijos se reunieran en torno al libro y consiguieran esa misma complicidad que Isaías tiene con sus pequeños escuchantes.
Josefa y él nunca llegaron a tener hijos, pero en su casa nunca faltaron las risas de los niños y niñas, de sus familiares o amigos, haciendo que ellos se sintieran felices. Como tampoco faltaron las ricas meriendas que venían después de las lecturas y que llenaban —y siguen llenando— de alegría su casa.