De ser la noción fundacional de la democracia de Pericles, la solidaridad ha pasado a convertirse, en la actualidad, en objeto de consumo o, como mínimo, reclamo publicitario de todo tipo de productos o actos sociales. Su ejercicio público irracional puede perjudicar a las democracias tanto como su desprecio; pero el universo de intereses generado a su alrededor hace prácticamente imposible la crítica.
Sin embargo, la solidaridad sigue siendo uno de los fundamentos de nuestras sociedades democráticas. Para que siga siendo así, es necesario comprender que hay grados de solidaridad (para la supervivencia, para la convivencia, para la vida democrática), y que no basta con el ejercicio del primero de ellos. Es imprescindible, además, someter a análisis a las innumerables organizaciones y asociaciones que, en general, en nombre de una posición política partidista, propugnan un tipo u otro de solidaridad, porque no cualquier tipo colabora con la democracia. Por otra parte, el irracionalismo populista hace todo lo que puede para imponer un modelo iliberal de solidaridad, siguiendo el cual se desprecian las necesarias condicionalidad, discriminación y temporalidad, que son las condiciones de una solidaridad políticamente constructiva.
Todo ello nos ofrece un paisaje que es necesario comprender, desbrozar y organizar, si queremos que, en efecto, la solidaridad sea útil a quien la recibe, pero al mismo tiempo lo sea para las sociedades que la ejercen.