Lo diario está lleno de grandezas que, mirando escaparates y pantallas, no vemos. No sé desde cuándo tenemos la manía de considerar importante todo lo que no somos nosotros. Y así vamos gastando nuestras vidas, con medidas y galones que no tienen que ver con la hechura que nos ha dado la vida. Estos relatos han sido escritos con el esfuerzo de no quitarle el ojo a quienes tenemos delante, de carne y hueso. Esto se vuelve un vicio: son interesantes de verdad. Más que la vacuidad de las pantallas. Cualquier historia de un ser humano es interesante. Solo hay que ser humano para escucharla. Tampoco son necesarios grandes acontecimientos ni intensidades sociales notorias. Su solo nacimiento y discurrir por la vida son extraordinarios. La vida se abre paso entre los clichés. En los clichés, la vida tiende a apagarse. Hay fluidos vivos que convergen, se distancian y vuelven a encontrarse tiempos y tiempos después. Esos fluidos no se ven, pero producen los latidos más vivos y amplios de lo que vive. A veces, el humano reviste uno de estos encuentros, y cuando su persona lo genera, la huella que dentro de él se abre queda para siempre hambrienta. No importa la relevancia social, familiar o estética que tenga el humano a quien le toca personalizar encuentros que lo exceden. Esas corrientes pertenecen a distintos estratos de algo no conocido y, por su magnitud, sacuden a la persona que las entrecruza con una mezcla de susto y éxtasis.