Liss lo tiene todo controlado. O al menos, eso quiere creer. Su vida está perfectamente estructurada entre su trabajo como abogada, sus rutas en bici y sus noches con una copa de vino blanco, que a veces ni se acaba, y redes sociales.
Conoce las reglas del juego, sabe lo que espera del amor (o, mejor dicho, lo que no espera) y ha aprendido a mantener a raya los recuerdos que podrían tambalear su mundo.
Pero entonces aparece Matt, que viene acompañado de señales. Un nombre que resuena demasiado en su pasado. Un coche que le hace soñar despierta. Una mirada que la desarma sin permiso.
Lo que empieza como un mensaje casual en Instagram se convierte en un juego de coincidencias imposibles, en un rompecabezas de indicios que desafían la lógica.
Liss no cree en el destino. Matt no busca complicaciones.
Pero hay historias que se escriben solas, aunque sus protagonistas se empeñen en no leer entre líneas.