El presente ensayo nos encara al rastreo de la huella del Yo interior, urgiéndonos a su recuperación para alcanzar una personalidad integrada.
El cartesianismo entendió al ser humano como compuesto de dos substancias irreconciliables: cuerpo (res extensa) y alma (res cogitans). Sin pretenderlo, esta partición acabaría por favorecer la desaparición de la segunda. El viejo espíritu que durante siglos había sostenido la carne, transiéndola de vida, no pudo resistir a estos embates, cayendo, finalmente, en el olvido. El alma, la chispa de luz de los órfcos, se extravió defnitivamente en el sepulcro de la carne.
La obra incita a su búsqueda no desde una determinada ideología confesional, sino desde el conocimiento del variadísimo acervo del folclore, la mitología, la historia de las religiones, el pensamiento hermético…, así como también de las aportaciones del saber positivo.
¿Tiene sentido hoy una obra que pretende enfrentar al lector con la difusa anatomía del misterio? ¿Acaso no sabemos que el anciano Dios ha muerto y con Él ha desaparecido nuestra necesidad de trascendencia? Ese hombre secularizado, precisa, tal vez ahora más que nunca, colmar las ansias de infinitud que le niega la ilusión tecnológica. Necesita, pues, la epifanía de lo sagrado, y, por paradójico que pudiera resultar, habrá de desligar ese término de la exclusiva esfera de lo religioso.