En ese mundo de la comedia que es el carnaval, donde cada hombre o mujer interpreta el personaje que le hubiera gustado ser, tres van a ser los actores que conforman el reparto de mis relatos: El ilusionista de la añoranza, que en la quimera del tiempo revive las imágenes de la vida, ataviado de un disfraz, preguntándose si su sueño es real, o la realidad es sueño.
El murguista ingenuo, que en una peña o local alquilado intenta identificarse lo más fiel posible al tipo; aunque para ello necesite, si el guion lo exige, la colaboración de su mujer, continuar con sus ensayos en el cuarto de la intimidad.
Y la viuda alegre, que, enlutada con pañuelo y toquilla, interpreta la esperpéntica farsa de la vida; pues detrás de cada velo negro se esconde un empresario, un albañil, un pintor, un marinero… y, por qué no, hasta la propia viuda en la vida real.
Esa viuda, a la que don Carnal esa noche dará rienda suelta al fuego de las pasiones que despiertan los placeres de la carne; antes de que doña Cuaresma vaya apagando el fuego hasta convertirlo en ceniza, y concluido el desfile, anuncie la más estricta abstinencia en esa gris y casta cuarentena.