Este libro es sorprendente. Y no engaña a nadie. Es sorprendente desde el propio título, que acota y explicita a la perfección las intenciones de su autor, Jesús Viñuales Monzón. Religiosidad, Miedosidad y Cementeriosidad en la obra de Bécquer. Y es sorprendente porque se trata de un ameno y atípico trabajo de crítica literaria.
Es curioso, pero, de un tiempo a esta parte, Bécquer, su obra, su vida y sus misterios, parecen rondar el entorno y el devenir existencial de quien escribe estas letras. No hace demasiado tiempo tuve el honor de disfrutar con la sensacional narrativa de Los fantasmas de Bécquer, del gran Mariano F. Urresti, una novela centrada, entre otras cosas, en la relación del poeta sevillano con el más allá y las corrientes espiritistas que empezaron a eclosionar en su época. Por otro lado, no hace mucho tuve la oportunidad de visitar el Monasterio de Santa María de Veruela, una abadía cisterciense del siglo XII, situada en las faldas del Moncayo, en la que estuvieron un tiempo los hermanos Bécquer y donde dieron rienda suelta a sus respectivas producciones artísticas. Y ahora, tras disfrutar como un niño chico con este genial ensayo, me dispongo a reseñarlo.
¿Qué podemos encontrar en este libro? Un análisis filosófico y hermenéutico de la obra, más que de la vida, de Bécquer. El autor, Jesús Viñuales, se centra en varios bloques temáticos que recorren transversalmente su obra: la religión, el miedo y su romántica atracción por la muerte.
En efecto, Bécquer, como buen creyente cristiano, tenía claras varias ideas: este mundo material y pasajero es una especie de infierno que tenemos que aguantar —como explica Viñuales, el propio poeta lo dejó bien claro: «antes de ir a reposar sobre la fría losa del sepulcro […] se sufre, se padece, como en el Infierno de Dante»—, con la firme convicción de que nuestra esencia divina, nuestra alma, vencerá la corrupción material y, si seguimos al pie de la letra las algo arbitrarias normas éticas dictadas por la divinidad, se exaltara hasta el Cielo, morada eterna para nuestro yo auténtico, que compartiremos junto a la variada fauna angelical, y donde, además de gozar con la cercanía de Dios, veremos cómo los no piadosos se consumen en las llamas eternas de la perdición.
Así, como es lógico, Bécquer criticó las ideas materialistas y ateístas que en aquella misma época post-ilustrada comenzaron a diseminarse por Europa, España incluida.
A la vez, sentía y mostraba una extraña fascinación obsesiva hacia todo lo relacionado con la muerte. Le fascinaban el crimen, el suicidio, los funerales, los epitafios, los entierros y, sobre todo, los cementerios, «aquellos vastos almacenes de la muerte» de las grandes ciudades, o aquellos pequeños y descuidados camposantos de las aldeas. Pero le atraían de forma especial las tumbas, siempre presentes en sus obras, y la romántica posibilidad de que los muertos se levanten, algo que le producía un auténtico pavor. «Temeroso de que al ruido de mis pasos despierte en sus fosas y levante la cabeza alguno de los monjes que duermen allí el sueño de la eternidad», comentó en cierta ocasión sobre sus paseos en el ocaso por el Monasterio de Veruela. En su obra, como deja claro Jesús Viñuales, están muy presentes las leyendas sobre resucitados y sobre ánimas en pena que se aparecían a las atemorizadas gentes. Y no solo por las inquietudes religiosas y trascendentales del poeta, sino por el miedo que producían estas leyendas, miedo que en Bécquer se transmutaba en enamoramiento platónico. De ahí que en algunos de sus relatos, algún caballero se sienta profundamente atraído por un espectro femenino; de ahí que describa a estas bellas mujeres fantasmas como si se tratase de auténticas diosas vencedoras, a la vez que aliadas, de la muerte. Viñuales, en resumidas cuentas, considera que este terror/atracción ante la muerte de Bécquer, relacionado íntimamente con sus propias dudas momentáneas sobre la trascendencia y el más allá, es «producto de la desertización psicológica que él ha ido cosechando a lo largo de los años, imantado por el atroz espejismo religioso, desnaturalizador de la conciencia humana». Desertización psicológica, porque en muchas ocasiones se sentía muerto por dentro y dudaba de sus propias esperanzas de trascendencia, algo que le atormentaba; espejismo religioso, porque el autor considera que la esperanza en la vida después de la vida, y las propias promesas religiosas, no son nada más que eso… —no se pierdan el alegato final del autor sobre la palabra religión (nota al píe 401)—. Lo de Bécquer sería, salvando las obvias distancias, algo parecido al sentimiento trágico de la vida del hablaba Unamuno.
¿Quién, en fin, al otro día,
cuando el sol vuelva a brillar,
de que pasé por el mundo,
quién se acordará?
Pero Bécquer, por supuesto, como buen romántico, también ansiaba encontrar el amor ideal, mientras sufría por no encontrarlo. «Tal vez, viejo y a la orilla del sepulcro, veré con turbios ojos cruzar a aquella mujer tan deseada, para morir como he vivido: ¡esperando y desesperado». Lo curioso, y quizás lo enfermizo, es que su amor ideal, vestido de belleza inmaculada, perfecta y sepulcral, solía representarse mediante esos fantasmas femeninos anteriormente mencionados. Quizás porque no existía ese amor ideal, o porque ansiaba encontrarlo, o porque no acababa de entender qué es eso del amor. «El amor es un misterio. Todo en él son fenómenos a cual más inexplicable; todo en él es ilógico; todo en él es vaguedad y absurdo».
No se pierdan la conclusión final, a modo de «Apólogo», que, por supuesto, no pienso espoilear.
En definitiva, Religiosidad, Miedosidad y Cementeriosidad en la obra de Bécquer, del gran Jesús Viñuales Monzón, un libro recientemente publicado por la Editorial Círculo Rojo, es una obra tan pequeña y concisa como brillante y generosa. Hará las delicias de los aficionados a Bécquer, pero también de todo buen amante de la literatura universal y, si me apuran, de la filosofía.