«Los jóvenes hoy en día son unos tiranos. Contradicen a sus padres, devoran su comida, y le faltan al respeto a sus maestros». Esto dijo Sócrates, el padre de la filosofía, para muchos, y el origen de la tragedia, para Nietzsche, por motivos que no vienen al caso. Quizás tenía razón Sócrates, y quizás, extrapolando su diagnóstico sobre la juventud ateniense del siglo V antes de nuestra era, los jóvenes de ahora sean también así. La cuestión, más que si tenía razón o no, es si eso era algo negativo y peligroso para la sociedad. Sócrates, amante de la razón y obsesivo del orden individual y colectivo—mal que inoculó en su discípulo más brillante, Platón, y que hemos heredado desde entonces— pensaba que sí. Una juventud descarriada es la semilla del desastre. Pero ¿se puede considerar que la juventud esté descarriada por contradecir a sus padres y faltarle el respeto a sus maestros? Depende del grado, claro. En la dosis está el veneno.
Si hay algo que caracteriza a la juventud, a la adolescencia —ojo, Sócrates no hablaba de los niños, sino de los púberes—, es la rebeldía. Son adultos en construcción ahogándose en un mar de hormonas, dudas y emociones descontroladas. Y en ese sempiterno frenesí, por el que todos hemos pasado, algunos navegando sobre aguas bravías, surge la necesidad de construir una identidad y de rebelarse contra la autoridades que pretenden amoldar el caos del desorden adolescente. Los padres y los maestros son las primeras víctimas. Normal. En la búsqueda del ser, renunciamos a las autoridades impuestas, aunque nos buscamos unas nuevas en la calle, en el patio, en el recreo. De ahí expresiones como «haces más caso a los amigos que a tus padres» o «si tu amigo se tira por un puente, ¿tú también te tiras?». Vaya pregunta. Pues claro que sí… Ya lo dijo otro filósofo, nuestro patrio Ortega y Gasset: «La juventud necesita creerse, a priori, superior. Claro que se equivoca, pero esta es precisamente el gran derecho de la juventud».
En fin, este soliloquio viene a relación de la sensacional y prodigiosa novela Sobre lagartijas y monstruos, escrita por Carlos Díaz y Belén López desde la Casa Roja, y recientemente publicada por la Editorial Círculo Rojo.
«Lo que aquí se cuenta bien podría haber ocurrido o estar ocurriendo». Así arranca esta obra. Lástima que, como es justo y necesario, no pueda hacer spoilers, pero tienen razón. El centro gravitacional sobre el que gira esta pequeña gran historia es un drama que puede estar ocurriendo, que seguramente está ocurriendo. Pero esto no se descubre hasta el final de esta historia, y vaya historia, aunque, dado que Sobre lagartijas y monstruos está narrado desde un presente con vistas al pasado, los narradores, los dos protagonistas principales de esta novela algo coral, advierten desde un principio al lector de que esta historia va a ser dura. Desde el punto de vista de la técnica literaria no hay mejor manera de atrapar el lector desde la primera página. Nada es más efectivo que descubrir, nada más comenzar a leer un libro, que la historia termina mal, siempre y cuando no te adelanten por qué.
Pero esto de «lo que aquí se cuenta bien podría haber ocurrido o estar ocurriendo» podría entenderse de otra manera. Porque, aunque el argumento de Sobre lagartijas y monstruos gira en torno a la serie de acontecimientos que marcaron para siempre la vida de Pepa, que junto a Corso, en un genial tour de force, narran la historia, hay mucho más en esta novela. Es la historia de un verano, del verano de mi 1980. Yo lo viví, aunque tenía unos cuantos años menos que Carlos Díaz y Belén López, y que los protagonistas de este libro. Y yo, como todos los niños de aquella generación, tuve la suerte de no conocer un mundo de likes, de tablets, de positivismo gratuito y de tareas extraescolares —perdonen el momento neoludita—, y de jugar y de vivir veranos muy parecidos al que se describe en este libro, aunque algo después de aquel 1980. Es la historia de una pandilla en un pueblo de la costa, Salera, en verano; una pandilla de once intrépidos adolescentes, los Once, que viven una serie de tribulaciones que les llevarán a descubrir emociones nuevas que aún estaban por salir del armario. Y eso, como veníamos diciendo, también puede estar ocurriendo.
En resumidas cuentas, como todos fuimos niños, y como todos, de un modo u otro, hicimos travesuras parecidas, vivimos situaciones similares —ojo, repito, sigo sin poder hacer spoiler, pero hay situaciones en esta historia que, afortunadamente, no todos hemos vivido— y tuvimos amigos como estos, no resulta nada extraño que desde la primera página empaticemos con este grupo de muchachuelos.
Quizás me haya dejado arrastrar por la empatía y por la nostalgia, pero me atrevo a decir que Sobre lagartijas y monstruos está a la altura de dos curiosas obras con las que guarda un cierto parecido temático, y que marcaron, precisamente, mi adolescencia: El cuerpo, de Stephen King (que sirvió de inspiración para la genial película Cuenta conmigo) y Alma de niño, un relato corto que escribió Herman Hesse en 1920. Todas estas tramas, incluida la novela que nos ocupa, contadas a posteriori por el protagonista de los hechos, comparten esa idea de la adolescencia como movido y complicado rito de paso por el que todos pasamos, momento iniciático en el que, en teoría, damos un salto hasta ser lo que somos…, o lo que fuimos.
Nada más. Una obra tan recomendable como necesaria, tan entretenida como dolorosa. Están tardando en hacerse con ella. ¡Y es la primera novela de Carlos Díaz y Belén López! Les auguro un futuro prometedor a esta pareja de escritores asturianos.
Además, un diez por ciento de los beneficios de la venta de este libro se destinarán a entidades que trabajen con la infancia. Miel sobre hojuelas.