Cuando un cierto número de jubilados se reúne, nadie puede imaginar dónde pueden ir a parar ni cómo acabará su aventura. Aventura criticada por sus familias a las que cuidan, miman y de las que son guardianes de sus vástagos las veinticuatro horas del día, trescientos sesenta y cinco días del año, sin descanso, sin un solo minuto para estar solos y contarse sus avatares diarios.
Cuando trabajaban era otra cosa. Llegada al hogar y, mientras la parienta ponía la mesa y ellos descansaban después de un día agotador en el sofá tomando unas «birritas», se iban relatando las anécdotas, a modo de terapia conyugal y en cariñosa armonía, de sus respectivas idas y venidas.
Ellas, las de su quehacer diario, y ellos, las acaecidas en el trabajo.
Hasta que un día deciden romper la monotonía, y aquí es donde da comienzo este relato de mis jubis.
Con todo el cariño del mundo a esa generación que, por causa de la crisis, o no, se están haciendo cargo de los nietos y, en ocasiones, incluso de hijos y biznietos.
A todos, generalizo hombres y mujeres, gracias por estar ahí, gracias por estar al pie del cañón, con las edades que algunos de vosotros tenéis ya, y que, sin embargo, no os faltan fuerzas para el devenir diario.
Ya quisieran muchos jóvenes, en el futuro, bregar con la prole como hoy lo estáis haciendo vosotros. Gracias, abuelos; gracias, yayos.