Las autoridades se debatían a la hora de clasificar a aquel que estaba llevando el terror a su ciudad, adornando las frías y oscuras calles con los brazos que amputaba. O bien era un sádico, o no tenía el mismo concepto de respeto por la vida ajena. Incluso otros opinaban que simplemente, estaba muy aburrido y no había encontrado otro entretenimiento.
Pero no todos se despistaban con la poética del crimen. Bien visto, no siempre los rincones donde aparecían los brazos eran fríos. Y si se les veía bien, indicaba que la iluminación era buena.
A veces, ni eran calles.
Para el inspector Sutil la situación era perfecta. No porque odiase la vida, disfrutando al encontrar los cuerpos desmembrados. Era la oportunidad idónea para relanzar su carrera. Aunque fuese el caso de otro.
¿Tendría algo que ver todo ello con aquel acosador que trastornaba el alma de la afamada cabaretista, Inés? ¿Por qué aquella melodía que antaño siempre acompañaba ahora la atormentaba?
Un tango y un par de camiones rasgarán la frontera de lo prohibido, desde la lucha individual, hasta la mente colmena lasciva. A menos que alguien piense que su deber es poner fin al desenfreno.